Advertisement

El lobo llevaba tres días sin moverse. Permanecía rígido a la orilla del río, con el pelaje enmarañado por la lluvia y los ojos fijos en la tierra bajo sus patas. Los aldeanos se acercaban susurrando enfermedades o maldiciones. Sin embargo, el Dr. Adrian Cole, veterinario local, no podía apartar la mirada.

Había visto antes animales salvajes heridos y acorralados, pero nunca esto: un depredador supremo que rechazaba la comida, ignoraba a su presa e incluso a los humanos. Algo lo ataba allí, silencioso e invisible. Por la noche, la corriente del río arrastraba débiles gritos, y a Adrián se le aceleraba el pulso cada vez que se esforzaba por oírlos.

A la mañana siguiente, las costillas del lobo le oprimían la piel. Aun así, no se iba. Adrian sabía que se le estaba acabando el tiempo para actuar, ya fuera por la bestia o por cualquier secreto que se ocultara bajo su vigilia. Recordó el primer día que la vio..

Tres días antes, Adrian había empezado a cruzar el sendero del bosque de camino a casa desde el pequeño hospital de animales donde trabajaba. Era más rápido que la carretera principal y le ahorraba veinte minutos de trayecto, aunque los lugareños le advertían que no lo hiciera al anochecer. Confiaba más en su instinto que en la superstición.

Advertisement
Advertisement

Aquella primera tarde, el sol acababa de salir, tiñendo de cobre la superficie del río. Fue entonces cuando vio la silueta. Un lobo solitario, quieto como una piedra, mirando a la orilla como si esperara que algo saliera a la superficie. Adrián aminoró la marcha, inquieto, pero se dijo que sólo estaba cazando.

Advertisement

El lobo no se movió ni siquiera cuando las botas de Adrián hicieron crujir las ramas cercanas. Movía las orejas, pero el resto del cuerpo permanecía inquietantemente inmóvil. Siguió caminando, convenciéndose de que no debía interferir. Sin embargo, seguía sintiendo una punzada de inquietud, lo bastante aguda como para seguirle hasta casa.

Advertisement
Advertisement

Más tarde, ese mismo día, el deber le hizo volver por el mismo camino. Le habían llamado de una granja que lindaba con el bosque. Se trataba de un perro herido con una pata destrozada por el alambre de espino. La ruta a través del bosque era la más rápida, y llevaba su equipo colgado de un hombro.

Advertisement

Para su asombro, el lobo estaba en el mismo lugar que antes, con la misma postura. No había ninguna presa a sus pies ni señales de que se estuviera alimentando. A Adrián se le aceleró el pulso. Los depredadores no merodeaban sin motivo. Sintió que el aire se estrechaba a su paso y que los ojos del lobo le miraban sólo brevemente.

Advertisement
Advertisement

Aquella noche, mucho después de coser al perro de la granja y lavarse las manos, volvió a pensar en él. Un lobo anclado en su sitio, ignorando tanto a la presa como a la gente… no estaba bien. Estaba demasiado mal como para considerarlo una coincidencia. En contra de su buen juicio, decidió volver a mirar.

Advertisement

En el segundo encuentro, la curiosidad se había convertido en inquietud. Las costillas del lobo se veían más claramente y su hocico estaba mojado por el río, pero sin sangre. Estaba hambriento. Sin embargo, se negó a irse. Lo que lo ataba allí era más fuerte que el hambre, y Adrián quería descubrir por qué.

Advertisement
Advertisement

El bosque estaba más tranquilo a su paso, como si las demás criaturas hubieran aprendido a bordear la orilla del río. Incluso el canto de los pájaros se quedaba corto cerca del lobo. Adrián notó el silencio, la forma en que el sonido parecía entrecortarse alrededor de ese pedazo de tierra, como si la naturaleza misma contuviera la respiración.

Advertisement

Empezó a caminar más despacio, manteniéndose a la vista del animal. No avanzaba ni retrocedía. Sus ojos ámbar parecían medirle, con frío cálculo más que con agresividad. Adrián se sintió pesado y descartado, como si fuera irrelevante para la vigilia que mantenía a la bestia arraigada.

Advertisement
Advertisement

La curiosidad le empujó a acercarse. Se detuvo en la orilla del río, donde el agua golpeaba las piedras. La mirada del lobo se clavó en él al instante y sus hombros se tensaron. Adrián se quedó helado, con el corazón latiéndole con fuerza en la garganta. Las mandíbulas del animal se abrieron ligeramente, los dientes brillando blancos en la luz mortecina.

Advertisement

Se obligó a quedarse quieto, sin querer asustarlo para que se pusiera violento. Por un momento, el depredador y el hombre se quedaron en silencio. Luego, como satisfecho, el lobo volvió la cabeza hacia el suelo. Adrián exhaló lentamente, consciente de que se le había concedido un respiro.

Advertisement
Advertisement

Más tarde, la fuerte lluvia convirtió el río en una agitada lámina de agua marrón. Adrián casi esperaba que el lobo desapareciera, llevado por el instinto a buscar refugio. Sin embargo, permaneció allí, con el pelaje pegado al cuerpo, impasible incluso cuando el agua lamía las piedras bajo sus patas.

Advertisement

Esta vez, Adrian llevaba notas de campo, anotando detalles entre sus llamadas al hospital. “Segundo día: sigue en posición. No se observa comportamiento alimentario. Parece débil. Ojos fijos hacia abajo” Sus colegas se burlaban de él por entregarse a un proyecto personal, pero no entendían que se trataba de un comportamiento que desafiaba toda explicación.

Advertisement
Advertisement

Se detuvo de nuevo, con el paraguas goteando, y susurró en voz baja: “¿Por qué no te mueves?” El lobo no contestó, por supuesto, pero sus orejas se agitaron al oír su voz. Le había oído. Un escalofrío recorrió la espalda de Adrián al pensar que podría entender.

Advertisement

Volvía tan a menudo como podía, llevando pequeñas ofrendas: tiras de cecina y sobras del hospital. Las colocaba en la orilla opuesta, lo bastante lejos como para mostrar respeto. El lobo no volvía la cabeza. La carne se pudrió bajo la lluvia, ignorada, hasta que los cuervos la reclamaron. No era sólo el hambre lo que impulsaba esta vigilia.

Advertisement
Advertisement

La inquietud de Adrian se convirtió en determinación. Algo arraigaba al animal a ese lugar exacto, más fuerte que el instinto, más fuerte que la supervivencia. Y hasta que descubriera lo que era, sabía que el misterio le roería. Sin embargo, cuanto más se acercaba, mayor era el riesgo de provocar la furia de un depredador.

Advertisement

La siguiente vez, Adrián se detuvo a unos veinte pasos del lobo. Se agachó, cogió un guijarro y lo arrojó suavemente al agua. Las orejas del lobo se agitaron, pero su cuerpo permaneció inquietantemente inmóvil, como si estuviera tallado en piedra.

Advertisement
Advertisement

Volvió a intentarlo, esta vez lanzando una piedra más grande hacia la orilla. Patinó sobre las piedras y se detuvo a medio metro del animal. El pecho del lobo emitió un rugido grave, profundo y gutural, que hizo vibrar el suelo. Adrián se quedó helado, con el pulso acelerado. Sin embargo, la bestia no arremetió.

Advertisement

La curiosidad pudo más que el miedo. Se echó hacia un lado, trazando un lento arco como si quisiera rodear por completo a la criatura. La cabeza del lobo siguió su movimiento, con los ojos fijos. Los músculos temblaban bajo su pelaje empapado, pero sus patas no se movían del suelo. Guardaba algo, pero se negaba a ahuyentarlo.

Advertisement
Advertisement

A mitad del arco, Adrian se detuvo a escuchar. El bosque estaba en silencio, salvo por el silbido del agua. Entonces -débil, fugaz- creyó oírlo. Un sonido bajo el murmullo constante del río, fino y agudo. Arrugó la frente. ¿Podría haber sido imaginación? El lobo gruñó, acallando sus dudas.

Advertisement

Se mantuvo firme, esforzándose por volver a oír. La mirada del lobo se clavó en él, sus ojos ámbar ardían con una extraña intensidad. Entonces volvió el sonido, más suave que antes, como un gemido arrastrado por la corriente. A Adrián se le apretó el pecho. Se acercó y el lobo gruñó y enseñó los dientes.

Advertisement
Advertisement

Adrián retrocedió al instante, con las manos en alto, mostrando sumisión. El lobo dejó de gruñir, pero no se relajó. Su mirada se dirigió hacia el suelo y luego de nuevo hacia él. La advertencia decía: “¡Basta!” Fuera cual fuera el secreto que escondía bajo sus patas, no le permitiría descubrirlo tan fácilmente.

Advertisement

Más tarde, repitió el sonido en su mente. Se dijo a sí mismo que podría haber sido el crujido de la madera encharcada o el chillido de un pájaro escondido entre los juncos. Sin embargo, el eco persistía. Conocía la diferencia entre una ilusión y un grito. Esto había sido real.

Advertisement
Advertisement

Adrian probó una nueva táctica. En lugar de acercarse directamente, se mantuvo a distancia, dando vueltas, manteniendo los árboles entre ellos. El lobo movía la cabeza a cada paso, siguiéndole. Pero nunca abandonó su posición. El lazo invisible se mantenía.

Advertisement

A través de los árboles, Adrian encontró un nuevo ángulo. El lobo parecía más frágil, el pelaje apagado, los flancos hundidos. Sin embargo, su postura seguía siendo férrea. Adrian se agachó, escuchando. Por un momento, nada. Después, un leve murmullo, como de vida enterrada bajo tierra. Acercó el oído al suelo.

Advertisement
Advertisement

Antes de que el sonido pudiera agudizarse, un crujido de madera se rompió detrás de él. Adrian giró con el corazón en un puño. Sólo era una rama que caía, estrellándose contra la maleza. Pero cuando se volvió, el lobo lo estaba mirando con una ferocidad tan cruda que se tambaleó hacia atrás. Se había dado cuenta de su intrusión.

Advertisement

Aquella noche durmió mal. Los sueños llevaban al lobo a su habitación, silencioso y vigilante, con la mirada clavada en él desde un rincón. Se despertó sudando, inquieto. Nunca antes un animal se había inmiscuido tanto en su mente. Su persistencia le parecía menos natural cada día que pasaba.

Advertisement
Advertisement

La inquietud le carcomía hasta que sacó el tema en el hospital. Mientras tomábamos un café, le habló del lobo a una veterinaria. Ella frunció el ceño y negó con la cabeza. “¿Más de dos días? Eso no ocurre. Los cambios de territorio, las exigencias de la caza… se mueven. Si no lo ha hecho, algo va muy mal”

Advertisement

Cuando añadió que ya eran casi tres días, su expresión se endureció. “No te acerques. Los animales enfermos pueden ser impredecibles. Tú lo sabes mejor que nadie” Adrian asintió, pero por dentro, la advertencia no hizo más que reforzar su convicción. La naturaleza no derrochaba energía sin motivo. Algo ataba a ese lobo en su lugar.

Advertisement
Advertisement

Ese mismo día, se detuvo en la cabaña de un guardabosques en la linde del bosque. El anciano escuchaba en silencio, con el rostro curtido e ilegible. Cuando Adrián terminó, el guardabosque escupió al fuego y murmuró: “Mala señal. Los lobos que se quedan traen la muerte. Mejor dejarlo con su maldición”

Advertisement

Adrian se encrespó. Tenía poca paciencia para las supersticiones, pero los ojos del guardabosque tenían el peso de un miedo genuino. “¿Y si está herido?” Insistió Adrian. El hombre negó con la cabeza. “Los lobos heridos se esconden. Su instinto es curarse o morir. No montan guardia” Se negó a seguir hablando.

Advertisement
Advertisement

Mientras Adrian regresaba, el bosque parecía alterado. Cada sombra parecía más densa, cada susurro en la maleza demasiado agudo. Su mente racional le susurraba explicaciones como heridas, instinto o impulso territorial. Pero ninguna coincidía con lo que había visto. El lobo no estaba sobreviviendo. A falta de una palabra mejor, parecía estar “sacrificándose”.

Advertisement

Los murmullos ya llenaban el bar del pueblo. Los granjeros juraban haber oído gritos espeluznantes que resonaban en el río durante las tormentas. Un niño afirmó haber visto unos ojos brillantes que le observaban desde la orilla. Adrian escuchaba desde un rincón, sabiendo que sus temores estaban pintados de exageración, pero que en su interior se vislumbraban núcleos de verdad.

Advertisement
Advertisement

Algo más heló la sangre de Adrian cuando lo oyó. Un grupo de granjeros murmuró que dispararían al animal para proteger a sus ovejas. Una medida de protección, decían. Si no intervenía, sabía que ocurriría algo terrible.

Advertisement

Pensó en denunciarlo a las autoridades, pero la duda le frenó. La burocracia se movía con lentitud, y temía que simplemente le metieran una bala al animal para “resolver el riesgo” Pensar en aquella mirada ámbar apagada sin comprender su tutela le retorcía el estómago.

Advertisement
Advertisement

Al cruzar el sendero del río, se fijó en unas huellas en el barro. Eran humanas, no animales. Alguien más había estado allí recientemente, dando vueltas cerca del lobo. A Adrián se le apretó el pecho. La curiosidad no era sólo su carga. ¿Habían interferido ya los granjeros? Eso podría significar un derramamiento de sangre

Advertisement

Oteó la orilla del río, medio esperando ver cazadores con rifles. Pero el bosque estaba vacío, salvo por el lobo, que seguía inamovible en su puesto. Su pelaje se erizó débilmente cuando su mirada lo recorrió, como si él también sintiera la intrusión de otros.

Advertisement
Advertisement

Aquella noche llegó la tormenta. La lluvia golpeaba los tejados y los truenos hacían vibrar los cristales de las ventanas. Adrian se quedó despierto, pensando en la orilla del río. Si el nivel del agua subía, lo que fuera que mantuviera al lobo enraizado allí correría peligro. La idea le apremiaba con el peso de lo inevitable.

Advertisement

Al amanecer, se calzó las botas y retomó el camino del bosque. El barro se pegaba a sus pasos, el río estaba crecido y espumoso. El lobo seguía allí, medio empapado, con el pelaje cubierto de agua. Se balanceaba débilmente sobre sus patas, pero no abandonaba el terreno. Su resistencia rozaba la locura.

Advertisement
Advertisement

Adrián se acercó más que antes, contando cada paso. Diez pasos. Ocho. Las orejas del lobo se agitaron, los labios se curvaron hacia atrás. Adrián se detuvo, con el corazón palpitante. Se agachó, como para mostrar deferencia. Durante un instante, el animal le sostuvo la mirada y luego volvió la cabeza hacia la tierra.

Advertisement

Aquella pequeña concesión le envalentonó. Se inclinó más cerca, escuchando. Al principio, sólo oyó el rugido del agua. Luego se oyó un sonido más agudo, como de garras raspando débilmente contra la piedra. Se le hizo un nudo en la garganta. Se acercó hasta que el gruñido del lobo hendió el aire, una advertencia tan primitiva como el propio trueno.

Advertisement
Advertisement

Adrián se quedó inmóvil, con las manos levantadas. “Tranquilo”, susurró, aunque su voz apenas llegaba al río. El gruñido del lobo retumbó profundamente, vibrando en su pecho. Lentamente, retrocedió hasta que se rompió la tensión. La bestia bajó el hocico, pero sus ojos lo siguieron con cruda desconfianza.

Advertisement

Se retiró al otro lado del río, empapado y agitado. Pero los sonidos persistían en su cabeza: rasguños, gritos débiles, inconfundiblemente vivos. Se dijo a sí mismo que podía tratarse de una ilusión nacida del agua y el miedo. Sin embargo, sus entrañas rechazaron el consuelo de la duda. Algo vivía bajo aquella vigilia.

Advertisement
Advertisement

Un poco más tarde, la tormenta amainó, pero el bosque quedó cubierto de ramas caídas y tierra removida. El río corría más oscuro, crecido por el cieno. El lobo estaba más delgado que nunca, con el pecho agitado a cada respiración. Adrian sintió que la urgencia se agudizaba, una cuenta atrás que no podía medir pero que tampoco podía ignorar.

Advertisement

Decidido, intentó de nuevo rodear al lobo, manteniendo esta vez una distancia mayor. Desde los árboles, se arrodilló y pegó la oreja al suelo empapado. Al principio se hizo el silencio. Luego oyó, débil y desesperado, un sonido como un quejido, amortiguado, luchando contra el peso de la tierra.

Advertisement
Advertisement

Se incorporó de un salto, con el pulso acelerado. El lobo se había movido ligeramente y lo había atrapado con la mirada. Esta vez no hubo gruñido, sólo una escalofriante quietud. Adrián lo había oído. Había vida enterrada bajo la superficie. Sin embargo, acercarse de nuevo pondría a prueba el delgado vínculo de confianza entre el hombre y la bestia.

Advertisement

Su cabeza se agitaba con una sola serie de pensamientos: Hay algo vivo ahí abajo. El lobo lo sabe. Está esperando a que actúe, o desafiándome. Se paseó arriba y abajo, atrapado entre el miedo y el deber. Si se demoraba demasiado, podría ser demasiado tarde para el lobo y para la vida que protegía.

Advertisement
Advertisement

Su determinación se endureció. Se dirigió rápidamente a casa y guardó en su mochila guantes, una linterna frontal y una pequeña pala plegable. Se dijo a sí mismo que era por precaución, pero en el fondo sabía que no podía quedarse de brazos cruzados.

Advertisement

Se sentó momentáneamente en su escritorio, trazando mapas del recodo del río. Marcó los lugares donde se encontraba el lobo, donde la tierra se inclinaba en un terreno irregular. Su bolígrafo flotaba sobre la página, atrapado entre la ciencia y el instinto. Cada minuto perdido significaba vidas que se escapaban de su alcance.

Advertisement
Advertisement

Apenas se reconocía en el espejo. Tenía ojeras y la mandíbula tensa por la obsesión. Sabía que no sólo arriesgaba su seguridad, sino también su reputación. Sus colegas le llamarían imprudente. Sin embargo, la vigilia del lobo se había convertido en un reto que no podía abandonar.

Advertisement

Así que regresó, con las herramientas a mano y la determinación endureciéndose a cada paso entre los árboles. El lobo levantó la cabeza cuando se acercó, con sus ojos ámbar ardiendo a pesar de su delgado cuerpo. A Adrian se le cortó la respiración. No se trataba de una confrontación ordinaria, sino de un enfrentamiento con algo antiguo, primitivo e implacable.

Advertisement
Advertisement

El lobo estaba demacrado hasta la fragilidad. Sus costillas subían y bajaban a un ritmo superficial, sus ojos apagados pero inquebrantables. Adrian aminoró la marcha, con el peso de la pala presionándole la espalda. Todos sus instintos le advertían que era una locura. Aun así, se acercó más que nunca.

Advertisement

El gruñido, bajo y gutural, surgió del pecho del lobo como una tormenta que nace de la nada. Adrián se paralizó y levantó ambas manos para mostrar que no era una amenaza. “Tranquilo”, susurró, con el corazón latiéndole con fuerza. Los dientes del lobo destellaron y luego desaparecieron cuando sus mandíbulas se cerraron con deliberada contención.

Advertisement
Advertisement

Adrian se agachó, bajando hasta que el barro empapó sus pantalones. Lentamente, dejó la pala a su lado, dejando que el lobo viera el gesto. La mirada del animal no vaciló, sus orejas se movieron en rápidos parpadeos. Le permitía quedarse, por ahora. No se atrevió a poner a prueba su frágil permiso.

Advertisement

Se acercó a la orilla del río y volvió a pegar una oreja al suelo. El sonido era más débil esta vez, frágil y roto, pero estaba ahí. Era vida, gimiendo bajo las piedras. Se le oprimió el pecho. Volvió la cara hacia el lobo y le susurró: “Hay algo ahí abajo, ¿verdad?”

Advertisement
Advertisement

El cuerpo del lobo se tensó, los hombros se alzaron como una cuerda enrollada. Adrian sintió la advertencia en su postura. No te acerques. Pero no se había equivocado. El sonido era real. Cada gemido cortaba como una cuchilla, subrayando la urgencia. Lo que estuviera atrapado debajo no aguantaría otra tormenta.

Advertisement

Retrocedió lentamente, con las palmas abiertas, dejando espacio al lobo. Sus ojos siguieron cada paso hasta que volvió a cruzar el río. Sólo entonces el gruñido se desvaneció, dejando silencio a su paso. El cuerpo de Adrián temblaba de adrenalina. Se había acercado, pero no lo suficiente.

Advertisement
Advertisement

Adrian sólo tenía un camino por delante. Dejó su manada en el suelo deliberadamente, con el sonido amortiguado en la tierra húmeda. El lobo levantó las orejas y su cuerpo tembló de tensión. Adrián lo miró y luego se arrodilló. Sus movimientos fueron lentos, deliberados, dando todas las señales de que no estaba allí para amenazar.

Advertisement

Apoyó la palma de la mano en el suelo y sintió cómo el frío se filtraba a través del guante. Allí oyó una vibración, débil pero innegable. El sonido de algo luchando bajo el suelo. Se le aceleró el pulso. Cogió la pala y la levantó sólo unos centímetros, con cuidado de mantener el cuerpo en ángulo contrario al del lobo.

Advertisement
Advertisement

El gruñido fue agudo, cortando la corriente del río. Adrián se quedó helado, con el corazón golpeándole las costillas. El cuerpo del lobo se enroscó y su peso se desplazó hacia las patas delanteras, listo para saltar. Durante un momento interminable, el depredador y el hombre se miraron. Luego, lentamente, Adrian volvió a dejar la pala en el suelo.

Advertisement

Levantó ambas manos y susurró: “Intento ayudar” Las palabras eran absurdas. Estaba razonando con un animal, pero su voz temblaba de sinceridad. El gruñido del lobo se convirtió en silencio, aunque seguía mostrando los dientes. Un frágil punto muerto. Adrián sabía que no duraría si tentaba demasiado a la suerte.

Advertisement
Advertisement

Intentó otro acercamiento, moviéndose hacia los lados, rodeando el borde opuesto de la orilla. El lobo giró, con los hombros tensos, pero no arremetió. Adrián volvió a dejarse caer sobre el barro, agachándose y esforzándose por escuchar. Los gritos eran más claros aquí: débiles, desesperados, desvanecidos. Apretó la mandíbula. El tiempo se esfumaba.

Advertisement

El barro se le pegó a los guantes mientras rascaba la superficie con los dedos, demasiado asustado para empuñar la pala. Los pelos del lobo se levantaron al instante, un profundo estruendo hizo vibrar el aire. Adrián se obligó a detenerse, con la respiración entrecortada. La vigilancia de la bestia era absoluta. Ninguna intrusión pasaba desapercibida.

Advertisement
Advertisement

Las nubes de lluvia se acumulaban en lo alto, oscureciendo la luz. Adrián sintió que las primeras gotas le picaban en la cara, mezclándose con el sudor. Imaginó que otra tormenta desbordaría el río y ahogaría lo que hubiera debajo. Se mordió la frustración, sabiendo que un solo movimiento imprudente convertiría al lobo en un verdugo en lugar de un guardián.

Advertisement

Durante largos minutos permaneció inmóvil, sin que los ojos del lobo se apartaran de él. Le dolían los músculos, pero no se atrevía a moverse. Entonces, débilmente, el sonido se elevó de nuevo: un gemido, más suave que antes. La urgencia le oprimió las costillas como una prensa. Tenía que actuar, pero ¿cómo?

Advertisement
Advertisement

Un repentino estruendo entre los árboles los sobresaltó a ambos. Adrian giró, con la pala repiqueteando contra la piedra. El lobo giró la cabeza hacia el ruido, con los músculos tensos. Era sólo un ciervo corriendo entre la maleza. Pero cuando su mirada volvió a Adrian, la sospecha brilló más que nunca.

Advertisement

Con la respiración agitada, Adrian retrocedió una vez más, retirándose a la orilla más lejana. Sin embargo, había aprendido algo: los gritos eran reales, inconfundibles y cada vez más débiles. Fuera cual fuese el secreto que encerraba al lobo, estaba vivo. Y a menos que encontrara una forma de escapar de la bestia, pronto desaparecería.

Advertisement
Advertisement

Adrian regresó, con el cansancio escrito en cada línea de su rostro. Esta vez sólo llevaba sus guantes, dejando atrás la pala. Necesitaba la confianza del lobo, o al menos su tolerancia. Cuando pisó la orilla, el animal levantó la cabeza, con los ojos oscuros pero inflexibles.

Advertisement

El lobo se balanceaba sobre sus patas, con las costillas afiladas bajo la piel. Llevaba más de tres días sin comer. Adrian sintió una opresión en el pecho. Se agachó lentamente, susurrando: “Déjame ver. Por favor” El río silbó entre ellos como un juez que decidiera su destino.

Advertisement
Advertisement

El gruñido fue débil pero decidido. Adrian se quedó inmóvil y apoyó la palma de la mano en la tierra. El grito ahogado se elevó de nuevo, frágil como el aliento. Vio que las orejas del lobo se movían hacia el sonido y que su mirada volvía a él. Por primera vez, algo parecido a la vacilación suavizó su postura.

Advertisement

Con sumo cuidado, Adrián rascó el barro con sus propias manos. El lobo se erizó pero no arremetió. Los guijarros dieron paso a la tierra suelta. Un fino grito atravesó el aire, más agudo ahora, ya no amortiguado. El pulso de Adrián se aceleró. Trabajó más deprisa, con el corazón a contrarreloj.

Advertisement
Advertisement

El lobo se acercaba sigilosamente y su sombra se extendía sobre él. Adrian mantuvo sus movimientos lentos, deliberados, aunque el pánico amenazaba con ahogarlo. Las piedras se movieron bajo sus dedos, revelando un estrecho hueco. Desde el interior, una pequeña zarpa empujó hacia delante, seguida de un gemido desesperado que le hizo temblar los huesos.

Advertisement

A Adrián se le cortó la respiración. Era un osezno, resbaladizo por el barro, con los ojos cerrados y temblando de miedo. Había quedado atrapado en una guarida derrumbada, sepultado por la tierra movediza. Abrió la brecha con cuidado y deslizó las manos para liberar a la frágil criatura.

Advertisement
Advertisement

Por un instante, Adrián temió que el lobo atacara, furioso por su intrusión. Pero la bestia se limitó a mirar, con los ojos hundidos por el cansancio y algo que parecía alivio. Adrian dejó al cachorro con cuidado en la orilla. El lobo bajó la cabeza, con los orificios nasales abiertos, y acercó al cachorro con el hocico tembloroso.

Advertisement

El cachorro gimió, tropezó y se apretó contra el pecho de la loba como si fuera su madre. Adrián sintió que se le cortaba la respiración. Se suponía que el depredador y la presa no debían cruzar esas líneas, pero ahí estaban: un oso huérfano aferrado a una guardiana que no le debía nada.

Advertisement
Advertisement

La loba se tumbó pesadamente, acurrucándose alrededor del osezno. Aún se le veían las costillas, su cuerpo seguía frágil, pero su vigilia había terminado. Había pasado hambre, sufrido y soportado tormentas para proteger a la cría de otro. El cachorro se acurrucó en su vientre, por fin a salvo en el calor de su pelaje.

Advertisement

Adrian sacó su teléfono y, con los dedos temblorosos, marcó para pedir ayuda. Minutos después, un equipo de rescate estaba en camino con jaulas de transporte y sedantes. Al anochecer, loba y cachorro estaban a salvo en el hospital, débiles pero vivos. Su extraño vínculo perduró bajo luces estériles, asombrando a todos los que los vieron.

Advertisement
Advertisement

Mientras Adrian observaba a la pareja yaciendo pacíficamente en el hospital, no pudo evitar maravillarse ante lo que veía. Sabía que había sido testigo de algo raro y sagrado: la prueba de que el amor en la naturaleza podía desafiar al hambre, al instinto e incluso a la propia especie.

Advertisement