Gwen estaba de pie en el pasillo, la casa resonaba a su alrededor. Toda la calidez de la semana anterior se agolpaba en su memoria. Cada pequeña gentileza parecía ahora escenificada, ensayada. Gwen se sentó en la silla. Sentía el cuerpo hueco. Su mente no paraba de dar vueltas.
Quería llorar, gritar y tirar cosas, pero se sentía demasiado entumecida para hacerlo. Primero perdió a su marido y luego la engañaron para que perdiera su casa y todos los recuerdos que habían construido juntos.
Se sentó en el borde de la cama, mirando a la nada, aturdida por la rapidez con que se habían llevado todo. Se sintió tonta por haber confiado en Elizabeth. No podía hacer nada para evitarlo. Por fin se soltó y dejó correr las lágrimas. Lo que Gwen no sabía, sin embargo, era que su desdicha no iba a durar tanto tiempo…….
Gwen estaba sentada en la mesa de la cocina, hojeando un viejo álbum de fotos. No había planeado sacarlo hoy, pero el silencio que reinaba en la casa le impedía hacer mucho más. Había pasado un mes desde la muerte de Albert, pero todo seguía en pausa, como si esperara su regreso.

Se detuvo en una foto de los dos, de pie frente a su casa, con los brazos enlazados. El jardín estaba en mal estado, pero sonreían como si no importara. La habían tomado poco después de mudarse. Aquella casa había vivido sus mejores y peores días.
Se conocieron en una conferencia, ambos asistían solos y no les interesaban las conversaciones triviales, hasta que se encontraron en la misma mesa durante una pausa para el café. Algo quedó grabado en la conversación. Unas cuantas cenas más tarde, se convirtió en algo más sólido. Gwen no esperaba una segunda oportunidad, pero ahí estaba.

Al cabo de unos meses, estaban haciendo planes. No era una decisión que todos apoyaran, pero a ninguno de los dos le interesaba alargar las cosas. Gwen había escuchado las preocupaciones, pero siguió adelante de todos modos. El tiempo demostró que no se equivocaba. Habían construido una vida que tenía sentido.
Ahora, ella navegaba por ella sin él. Cerró el álbum con cuidado, se levantó y se dirigió al fregadero para enjuagar la taza. La casa parecía más pesada en su ausencia, más tranquila, más espaciosa en el peor de los sentidos. La mayoría de los días no sabía qué hacer consigo misma.

Sonó el timbre. Se secó las manos con una toalla y abrió la puerta para encontrarse con Sandra, que venía del otro lado de la calle con una cazuela cubierta. “Pensé que querrías algo casero”, le ofreció Sandra amablemente. Gwen asintió, esbozó una leve sonrisa y cogió el plato con las dos manos.
Desde el fallecimiento de Albert, amigos y vecinos se habían turnado para visitarla. Algunos traían comida, otros historias. Gwen apreciaba el esfuerzo, aunque a veces fuera abrumador. No había cocinado una comida en condiciones desde la muerte de Albert, pero la nevera estaba llena de los intentos de los demás.

Miró el reloj y suspiró. Era casi la hora de su cita en la iglesia. Tenía una reunión con el párroco y el funerario para repasar los últimos detalles. Aún quedaban muchas cosas por organizar. No esperaba que el proceso se alargara tanto.
Se puso algo limpio, se recogió el pelo y cogió su carpeta de documentos. De camino a la iglesia, se centró en los asuntos prácticos: el programa del servicio, la lista de invitados, la música. La emoción podía esperar. Hoy se trataba de comprobar lo que había que hacer.

Elizabeth llegaría esa misma tarde. Gwen no había hablado con ella desde la primera llamada. Sus conversaciones siempre habían sido breves. Civiles, pero tensas. Gwen nunca se había sentido bienvenida como madrastra. Elizabeth mantenía las distancias, y Gwen sospechaba, incluso al principio, que era una decisión deliberada.
Era una adolescente cuando Gwen entró en escena, y el momento no había ayudado. Elizabeth creía que Gwen era el motivo de la separación de sus padres, a pesar de la sinceridad del propio Albert. Gwen había intentado ser paciente, generosa, abierta. Pero nada parecía llegarle. El resentimiento persistía como un muro entre ellos.

Con el tiempo, Gwen se dio cuenta de la facilidad con que Elizabeth podía torcer las cosas a su favor. Era cuidadosa con su tono, manipuladora con sus palabras, especialmente con Albert. Gwen la había visto pedir las cosas con suavidad, luego con firmeza y después con insistencia. Albert siempre cedía. Al final, Gwen dejó de interferir y se retiró.
Los últimos años habían sido tranquilos, sin llamadas ni mensajes. Albert también perdió el contacto con ella, y Gwen no le presionó para que se reconectara. Así era más fácil. Sin discusiones, sin fingir. Ahora, estaban a punto de volver a compartir espacio, y Gwen sólo esperaba civismo. Unos días de gracia, nada más que eso.

Aparcó en la puerta de la iglesia y respiró hondo. Las conversaciones que se avecinaban girarían en torno a las flores, las fotos y la distribución de los asientos, pero en el fondo, la tensión aguardaba. Gwen se ajustó el bolso al hombro, empujó la puerta y entró. Por el momento, lo importante era pasar el día.
Gwen vio a Elizabeth cerca de los primeros bancos, con la cabeza ligeramente inclinada mientras hablaba con el pastor. Parecía tranquila, como pocas veces. Cuando sus miradas se cruzaron, Gwen se preparó para una mirada fría, pero no llegó. En lugar de eso, Elizabeth se acercó despacio y le abrió los brazos. “Lo siento mucho, Gwen. De verdad”

Por un segundo, Gwen pensó que había estado soñando. Se quedó inmóvil, sorprendida por la suavidad de la voz de Elizabeth. No había tensión en sus hombros, ni acritud en su tono. Sólo… calidez. Gwen asintió tímidamente, sin saber si debía dejarse llevar por el momento o evitarlo. “Gracias”, dijo en voz baja.
Elizabeth la acompañó hasta el despacho de la iglesia. Cogió la carpeta de Gwen sin vacilar. “Déjame llevarla”, le dijo con delicadeza. Gwen vaciló y luego se la entregó. No estaba segura de lo que ocurría, pero disipó su escepticismo atribuyéndolo a la pena.

La reunión transcurrió como un soplo. Gwen respondió a las preguntas, asintió a las líneas de tiempo y eligió música. Elizabeth se sentó a su lado, ofreciéndole apoyo en silencio. Sin intervenir. Sin corregir. Sólo estaba allí. Gwen no dejaba de mirarla, medio esperando una mirada de soslayo, interjecciones u opiniones encontradas. Pero no ocurrió nada.
Cuando salieron de la iglesia, Gwen se volvió instintivamente hacia su coche, sin esperar más conversación. Ya estaba empezando a hacer una lista mental de lo que tenía que hacer. Pero antes de llegar al lado del conductor, Elizabeth la llamó desde atrás, con voz ligera pero pausada. “Gwen, espera un segundo

Gwen se detuvo. Elizabeth la alcanzó con las manos cruzadas. “¿Quieres ir a comer?”, preguntó. “Hay una cafetería cerca, creo que se llama Cornerstone” Gwen parpadeó. La pregunta flotaba extrañamente en el aire. En veinte años, Elizabeth nunca la había invitado a comer con ella.
No había asistido a su boda, ni a ningún aniversario o cumpleaños. El repentino gesto le pareció demasiado inesperado, fuera de lugar. El primer instinto de Gwen fue la sospecha. Pero, por otra parte, la idea de volver a una casa tranquila, calentando las sobras sola, tampoco le resultaba atractiva.

“Está bien”, respondió Gwen, con cuidado de no sonar demasiado sorprendida. “Cornerstone está bien” Mientras caminaban hacia sus coches, trató de encontrarle sentido. Quizá el dolor ablandaba a la gente. Quizá Elizabeth intentaba mostrar madurez. O tal vez, pensó Gwen con cautela, ella tampoco quería estar sola.
La cafetería era modesta y tranquila, situada entre una floristería y una librería. Pidieron pequeños almuerzos: una sopa para Gwen y un sándwich para Elizabeth. La conversación comenzó con rigidez. Se pusieron al día educadamente: el trabajo, el tiempo, los precios de los comestibles. Gwen removía la sopa lentamente, insegura de la dirección que tomaría la comida.

Tras una pausa, Elizabeth levantó la vista. “El hotel que reservé tiene chinches”, dijo, casi avergonzada. “Al parecer, hay escasez de habitaciones este fin de semana. He llamado por ahí, pero todo está reservado o poco seguro. Odio preguntar, pero… ¿estaría bien si me quedo en la casa unos días?”
Gwen levantó la vista, sobresaltada. No estaba segura de lo que esperaba del almuerzo, pero no era esto. Su primer instinto fue la duda. La casa le había parecido un frágil refugio en las últimas semanas. La idea de compartirla, especialmente con alguien en quien no confiaba plenamente, le resultaba inquietante.

Sin embargo, Elizabeth no la presionaba. No le había exigido nada, sólo se lo había pedido con discreción. Gwen rodeó su taza con las manos y pensó un momento. La casa tenía espacio. Y no se trataba de cualquiera. Era la hija de Albert. Decir que no le pareció innecesariamente frío.
Asintió lentamente. “De acuerdo. Puedes quedarte unos días. No quiero que te pierdas el funeral” Elizabeth sonrió agradecida. “Gracias. Te lo agradezco mucho” Gwen le devolvió el gesto con una pequeña inclinación de cabeza, aún sin saber si se trataba de un gesto sincero o de algo totalmente distinto.

Cuando salieron de la cafetería, Gwen caminó unos pasos por detrás. Su mente daba vueltas a la conversación, a la invitación que acababa de hacer. Se recordó a sí misma que era sólo por unos días. Y por ahora, quizá la compañía no fuera lo peor.
Aquella noche, Gwen preparó la habitación de invitados: sábanas limpias, toalla limpia, sin complicaciones. Lo hizo en silencio, intentando asimilar el repentino cambio en su dinámica. Cuando apagó la luz y cerró la puerta tras de sí, no estaba segura de lo que vendría después.

A la mañana siguiente, Gwen esperaba la distancia habitual. Pero Elizabeth ya estaba abajo, sentada a la mesa de la cocina con una taza de té. No dijo mucho, sólo asintió cuando Gwen entró y le acercó el azucarero. Gwen le dio las gracias y se sentó frente a ella, sin saber qué decir.
Bebieron el té en silencio. Gwen no sabía si debía decir algo o si era mejor guardar silencio. Elizabeth no parecía incómoda, sólo callada. Como dos personas que comparten cautelosamente el mismo espacio.

Después de desayunar, Gwen cargó el lavavajillas y se sorprendió al ver que Elizabeth secaba la encimera a su lado. “No tienes que hacer eso”, dijo Gwen. “Ya lo sé” Elizabeth no levantó la vista. “Es que sienta mejor que estar sentada” Gwen asintió. Comprendió que el duelo parcial no dejaba mucho espacio para la quietud.
Más tarde, Gwen sacó la carpeta con los documentos de la iglesia para revisar la lista de invitados. Elizabeth rondaba cerca. “¿Necesitas ayuda? Gwen dudó y le entregó la lista. “Si quieres cotejar algunos nombres, sería útil” Elizabeth asintió y tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa.

Durante la hora siguiente trabajaron en silencio, cada una concentrada en su propia pila. Elizabeth no interrumpió. No hizo comentarios sobre las elecciones de Gwen ni cuestionó su caligrafía. Cuando encontraba un número de teléfono que faltaba, lo marcaba con un círculo y le devolvía la página con una breve inclinación de cabeza. Era sencillo, pero sin complicaciones.
Aquella noche comieron las sobras una al lado de la otra en la isla de la cocina. La conversación fue mínima, sobre todo logística. Elizabeth preguntó si ya habían ultimado el orden del servicio. Gwen dijo que aún no. “Si quieres -le ofreció Elizabeth-, puedo ayudarte a encontrar algunos himnos antiguos. Creo que a papá le gustaba ese librito verde” Gwen asintió.

A la mañana siguiente, Gwen descubrió que habían sacado los cubos de basura a la acera. No era gran cosa, pero no se había acordado de hacerlo ella misma. No lo mencionó. Elizabeth tampoco lo mencionó. Pero Gwen lo tuvo presente más tiempo del que esperaba.
Cuando salió, vio que habían barrido el porche. Y una de las sillas de jardín, que llevaba mucho tiempo tambaleándose, había sido trasladada al interior. Una vez más, Elizabeth no mencionó encargarse de ninguna de estas tareas. Gwen no sabía si sentirse agradecida o recelosa. No estaba acostumbrada a esta versión de Elizabeth.

Aquella tarde, Gwen regresó del jardín y se detuvo en el pasillo cuando oyó a Elizabeth al teléfono. “Sí, el viernes a las once. Sí, confirmado”, dijo. Tenía un bloc de notas abierto a su lado. Cuando vio a Gwen, levantó la lista. “Era la floristería, necesitaban un recuento final”
Gwen asintió lentamente. “Gracias por encargarte de eso Elizabeth se encogió de hombros. “Ya tenías demasiadas cosas entre manos” La respuesta no era exagerada, sino práctica. Gwen se quedó un segundo antes de dirigirse a la cocina. La silenciosa competencia era… inesperada, pero no inoportuna.

Más tarde, Gwen se sentó a la mesa del comedor con una pila de tarjetas de pésame, leyó algunas y dejó la mayoría a un lado. Elizabeth se le unió con dos tazas de té. “He ordenado las de los vecinos, por si quieres empezar a contestar” Gwen esbozó una leve sonrisa. “Quizá la semana que viene”
Al día siguiente, Gwen se sentó con su café matutino y se quedó mirando el portátil durante lo que le pareció una eternidad. Sin saber qué hacer, llamó al pasillo: “¿Elizabeth? ¿Te importaría ayudarme con algo?” Elizabeth apareció en la puerta. “Por supuesto. ¿Qué es? Gwen señaló la póliza de seguros. “No sé cómo redactar el primer correo electrónico. ¿Podrías redactarlo tú?”

Elizabeth tomó asiento a su lado y leyó el documento. “Claro. Quieres que sea educado pero firme, ¿no? Algo así como Estimada señora Hartley: Le escribo para confirmar la recepción de la póliza 294B1 a nombre de Albert M. Dawson…” Gwen observó cómo escribía. El tono era perfecto.
Cuando terminó el correo electrónico, Elizabeth lo guardó como borrador y deslizó el portátil hacia Gwen. “¿Quieres leerlo antes de enviarlo?” Gwen lo hojeó y pulsó Enviar sin hacer cambios. “Está bien”, dijo. “Gracias Elizabeth asintió y ya estaba cogiendo la siguiente pila de documentos.

Esa noche cenaron frente al televisor, algo que Gwen no hacía desde hacía semanas. Elizabeth no llenó el silencio con conversaciones innecesarias. Se limitó a sentarse cerca, a veces comentando las noticias, a veces no. Gwen se dio cuenta de que ya no se preparaba para el conflicto. No se cuestionaba cada palabra.
Gwen pensaba que el dolor sería más agudo con Elizabeth cerca, o que tendría que soportar comentarios pasivo-agresivos a cada paso. En cambio, lo que se formaba entre ellas era tranquilidad. Mutuo. No era afecto, todavía no, pero era apoyo. Y Gwen, aunque vacilante al principio, empezaba a sentirse agradecida.

Una mañana, Gwen se despertó con la cabeza martilleándole. La noche anterior había llorado hasta quedarse dormida; los recuerdos de Albert eran demasiado fuertes para ignorarlos. Sentía los miembros pesados y los pensamientos lentos. Se arrastró fuera de la cama, sólo para beber agua, apenas capaz de caminar recta sin agarrarse a la pared.
Elizabeth la vio en el pasillo y frunció el ceño. “¿Estás bien? Gwen negó con la cabeza. “Sólo me duele la cabeza. He dormido mal” Elizabeth asintió rápidamente. “Siéntate. Te prepararé un té” Gwen no discutió. Se dejó caer en la silla de la mesa de la cocina y apoyó la frente en la palma de la mano.

Minutos después, Elizabeth le puso delante una taza de té, una tostada y un analgésico suave. “Come algo. Luego tómate esto” Gwen cogió la taza despacio, conmovida por el esfuerzo. Sin aspavientos ni dramatismo. Sólo alguien que se daba cuenta. Sintió un nudo en la garganta. “Gracias”, susurró.
Al volver a la cama, Gwen se acurrucó bajo la manta y parpadeó para contener unas lágrimas repentinas. El peso de la amabilidad se hundió en su pecho. No esperaba que nadie la cuidara así, especialmente Elizabeth. Y, sin embargo, allí estaba. Gwen se sentía casi inmerecida.

Se quedó tumbada, somnolienta, esperando a que la medicina hiciera efecto. La luz que entraba por las cortinas era suave. Justo cuando se estaba quedando dormida, Elizabeth entró en la habitación con un montón de papeles. “Lo siento”, dijo. “Son facturas de los proveedores, sólo necesito unas firmas”
Gwen parpadeó, confusa. “¿Ahora?”, preguntó en voz baja. “¿No puede esperar? Elizabeth sacudió suavemente la cabeza. “Ojalá pudiera. Pero la ceremonia es dentro de tres días y esto tiene que salir hoy para confirmarlo todo. Son sólo unas cuantas firmas; ya he comprobado los totales”

Gwen suspiró y se incorporó lentamente. Tenía las manos inestables, pero cogió el bolígrafo. Elizabeth pasó las páginas, señalando los lugares con etiquetas adhesivas. “Aquí… y aquí… y aquí” Gwen firmó cada uno de ellos. Tenía la mente nublada y confiaba en que Elizabeth lo hubiera comprobado todo.
Horas más tarde, Gwen se despertó en una casa completamente silenciosa. Llamó a Elizabeth por su nombre, pero no obtuvo respuesta. Gwen se levantó, todavía aturdida, y se dirigió a la habitación de invitados. La cama estaba vacía. Su maleta había desaparecido. Ni rastro.

En la cocina, Gwen encontró por fin una nota pegada a la nevera. La letra de Elizabeth era rápida, como si la hubiera escrito sobre la marcha. Encontré un hotel en el que podía alojarme y decidí mudarme allí. Eso era todo. Sin despedida. Ninguna explicación. Gwen se quedó de pie, confusa. ¿Por qué se iría con tanta prisa?
Gwen se quedó en la cocina más tiempo del que pensaba, con la nota aún en la mano. Llamó a Elizabeth dos veces. Le saltó el buzón de voz. Una tercera vez, para asegurarse. El mismo resultado. Se quedó mirando la nevera, con el corazón palpitante, sin saber qué acababa de pasar o por qué le parecía tan mal.

Se planteó enviar un mensaje de texto, pero dudó. ¿Qué iba a decir? No quería parecer necesitada. Elizabeth era adulta. Tenía todo el derecho a marcharse si quería. Aun así, el silencio pesaba en el pecho de Gwen. Colgó el teléfono y volvió a acostarse en silencio.
A la mañana siguiente, Gwen se despertó con cinco llamadas perdidas de su abogado. Se le oprimió el pecho. No perdió el tiempo con el café. Le devolvió la llamada de inmediato, acercándose el teléfono a la oreja con creciente temor. Algo en ella ya sabía que no sería una conversación rutinaria.

“Hola, Gwen”, le dijo. “Ayer intenté ponerme en contacto contigo. Sólo necesito tu firma en el papeleo del seguro para finalizar todo. El resto del traslado ya está hecho” Gwen frunció el ceño. “¿Qué transferencia?”, preguntó lentamente. Su voz parecía lejana, como si perteneciera a otra persona.
“Elizabeth presentó los documentos ayer por la tarde”, dijo. “La casa, las cuentas, el coche de Albert… todos los bienes legales. Lo habías firmado todo a principios de esta semana. Ahora sólo necesito que firmes el formulario del seguro de vida” Gwen se quedó en silencio. Podía oír el sonido de su propia respiración.

Ni siquiera se despidió. Colgó y dejó caer el teléfono sobre la encimera. El corazón se le aceleró. Las facturas. Las notas adhesivas. Las firmas. Las manos le temblaban mientras su mente repetía la escena: Elizabeth de pie junto a ella, tranquila, tranquilizadora. Gwen lo había firmado todo. Y no había leído ni una palabra.
Volvió a coger el teléfono y llamó a Elizabeth. Buzón de voz. De nuevo. “Elizabeth, llámame ahora mismo”, dijo en el auricular. La voz se le quebró. Volvió a intentarlo. Y otra vez. Siguieron los mensajes de texto. Me llamó el abogado, seguro que es un malentendido, ¿no? ¿Por qué has hecho esto?

No hubo respuesta. Gwen estaba en el pasillo, la casa resonaba a su alrededor. Toda la calidez de la última semana se había desvanecido en su memoria. Cada pequeña amabilidad ahora parecía escenificada, ensayada. Ella había sido un proyecto. Una tarea. Una persona que había que manejar. Gwen se sintió enferma.
Esa misma tarde, entró en un bufete local y pidió ver a un abogado, alguien nuevo. Le contó todo. El dolor de cabeza. La pena. Las firmas. El fideicomiso. El abogado revisó los documentos en silencio y luego la miró con dulzura. “Lo siento”, le dijo. “Pero usted los firmó voluntariamente”

Gwen tragó saliva. “¿Aunque no estuviera bien?” Él asintió lentamente. “Estabas lúcida. Y el papeleo es hermético. Esto sería muy difícil de deshacer y, aunque lo intentaras, podrías acumular muchos gastos legales sin siquiera recuperar tus bienes.” Gwen se recostó en la silla. Su cuerpo se sentía hueco. Su mente no paraba de dar vueltas.
Esa noche volvió a casa y recorrió todas las habitaciones sintiéndose desolada. Quería llorar, pero se sentía demasiado aturdida para hacerlo. Primero perdió a su marido y luego la engañaron para que perdiera su casa y todos los recuerdos que habían construido juntos.

Se sentó en el borde de la cama, mirando a la nada, aturdida por la rapidez con que se habían llevado todo. Se sintió estúpida por haber confiado en Elizabeth y totalmente impotente. No podía hacer nada al respecto. Por fin se soltó y dejó correr las lágrimas. Lo que Gwen no sabía, sin embargo, era que su desdicha no iba a durar tanto.
La mañana del funeral, Gwen se vistió con manos temblorosas. Se puso un vestido negro que siempre le había gustado a Albert. Se untó corrector bajo los ojos y cogió unas gafas de sol de gran tamaño. No le daría a Elizabeth la satisfacción de verla destrozada. Hoy no. Ni hoy ni nunca más.

En la iglesia, Gwen mantuvo la compostura. La sala estaba llena de dolientes, con una suave música de órgano de fondo. Elizabeth estaba sentada al otro lado del pasillo, con un abrigo negro entallado y la barbilla ligeramente levantada. Cuando sus miradas se cruzaron, esbozó una leve sonrisa, pequeña pero lo bastante petulante como para retorcer el estómago de Gwen.
Los dedos de Gwen se curvaron instintivamente. Quería cruzar el pasillo y borrar de un bofetón aquella expresión de la cara de Elizabeth. Gritar. Exigir una respuesta. Pero no lo hizo. Aquí no. Era la última vez que vería a Albert. No iba a dejar que Elizabeth contaminara esos preciosos momentos.

El servicio se desarrolló en silencio. Las palabras fueron leídas. Se tomaron de las manos. Cuando terminó, Gwen estaba hablando con un amigo de la familia cuando dos hombres trajeados se le acercaron amablemente. “Disculpe, ¿es usted la señora Dawson?”, preguntó uno de ellos. Gwen asintió. “Somos del banco. Necesitamos hablar con el propietario de la finca”
Confundida, Gwen señaló a Elizabeth. “Ella se ocupa de la finca ahora”, dijo con voz mesurada. Los hombres le dieron las gracias y se dirigieron hacia Elizabeth. Gwen se volvió hacia un invitado que la esperaba y continuó con sus silenciosas inclinaciones de cabeza y medias sonrisas, intentando que su confusión no la distrajera del momento.

Estaba despidiéndose de la prima segunda de Albert con un abrazo cuando se oyó un grito agudo y gutural procedente del otro lado de la iglesia. Las cabezas se giraron. Gwen se dio la vuelta. Elizabeth estaba cerca de los bancos, aferrada a un documento. Tenía los ojos muy abiertos, las manos temblorosas y respiraba rápida y superficialmente. Parecía haber visto un fantasma.
La gente se apresuró a acercarse y se oyeron murmullos entre la multitud. Gwen se acercó justo a tiempo para oír las explicaciones de los hombres. La casa había sido hipotecada, utilizada como garantía de un enorme préstamo comercial que Albert había pedido. Medio millón de dólares. Gwen se quedó sin aliento. Ni siquiera ella lo sabía.

Los hombres del banco fueron claros: como única heredera de la herencia de Albert, Elizabeth era ahora responsable de todo el préstamo. El coche, la casa, los ahorros… no bastarían para cubrirlo. Ahora la deuda era suya. Gwen no dijo nada. No lo necesitaba.
Hacía días que Gwen caminaba desolada, atormentada por lo que había perdido. Su marido, su hogar, los recuerdos que creía que podía conservar. Pero en ese momento, al ver a Elizabeth derrumbarse, algo cambió. Gwen no lo había perdido todo. En realidad, no.

Elizabeth había robado ceniza y creía que era oro. Y ahora estaba en el centro de la iglesia, deshaciéndose ante cientos de personas. Gwen no quería admitirlo, pero mentiría si dijera que no se sentía satisfecha.
Elizabeth se quedó helada, con los labios entreabiertos y la mirada perdida entre los hombres y el periódico. Estaba pálida, desorientada. Gwen la observó durante un largo rato y luego se dio la vuelta. Salió al exterior, dejó atrás a los invitados y salió al aire libre. El cielo se había despejado. El viento le acariciaba la piel.

Inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo azul pálido. “Gracias”, susurra en voz baja. No sabía si Albert lo había planeado. Pero una parte de ella creía que le había dejado este último escudo. Su dignidad. Su escapatoria.