A las dos horas, Gabby marcó el número que Josh había indicado. Sonó una vez y luego se apagó. El segundo número estaba apagado. Volvió a intentarlo. Nada. Una fría inquietud se apoderó de ella. Sus dedos se tensaron alrededor del teléfono. Algo no iba bien. Y fuera lo que fuese, ya había empezado.
Volvió a la perrera, donde Juno yacía acurrucado, tembloroso, con los ojos fijos en la puerta. Gabby se sentó a su lado, con voz de susurro: “Te reunirás con tu hermano enseguida, Juno” Pero las palabras se convirtieron en ceniza en su boca. Incluso Juno había dejado de llorar, como si ya comprendiera lo que ella seguía intentando negar.
A las 21:03, el cielo se había ennegrecido. Ningún mensaje. Ninguna actualización. Sólo silencio. Y en ese silencio, mientras Juno miraba fijamente a la oscuridad, Gabby sintió que se le hundía un peso en el pecho: una verdad pesada y dolorosa que aún no podía nombrar, pero que la destrozó de una forma que no esperaba: ……
Gabby tenía 25 años y vivía en un pequeño estudio encima de una tienda de dumplings en Chinatown. Le encantaba el ruido de la ciudad, su urgencia, pero no todo. ¿Su único y verdadero odio? Los refugios de animales desbordados. Demasiadas criaturas olvidadas. Y aún menos gente dispuesta a cuidarlas.

Los animales siempre habían sido su constante. Como hija única de un hogar dividido, había crecido con un Beagle llamado Roger. Era su hermano, su mejor amigo, su razón para sonreír en cenas solitarias y vacaciones incómodas. Fue Roger quien le enseñó a confiar más en los animales que en las personas.
Después de terminar sus estudios de veterinaria, Gabby aceptó un trabajo en Angel Paws, uno de los muchos refugios de la ciudad. Era caótico, estaba abarrotado y nunca había tranquilidad. Pero a ella no le importaba. Aquí estaba rodeada de seres que la necesitaban, y eso era suficiente.

Quería a todos los perros, pero había dos que ocupaban un rincón de su corazón que nunca dejaba ver. Juno y Juniper, un dúo de Doberman de elegante pelaje negro y leales ojos marrones. Las trajeron con sólo 12 días, abandonadas porque su madre se había apareado con un perro callejero.
Chuchos. Eso decía la nota. Nada más. Gabby se puso furiosa. Eran bebés, ciegos, temblorosos, inocentes. Se había sentado con ellos durante horas aquella primera noche, dándoles el biberón cada tres horas. Quizá por eso la seguían a todas partes como si fuera su madre.

Ahora tenían dos años. Seguían en el refugio. Seguían juntos. Siempre juntas. Juno y Juniper nunca habían pasado un solo día separadas. Gabby se aseguró de ello. Les llevaba juguetes nuevos cuando podía, siempre les daba más golosinas de las permitidas por protocolo.
Era un martes normal, de esos que empiezan con cubos de fregona y acaban con batas cubiertas de pelo. Pero el ambiente era distinto. El refugio se preparaba para la próxima campaña de adopción. Un evento quincenal ahora, celebrado por desesperación. El espacio se agotaba. El tiempo apremiaba.

Gabby se encargaba de las redes sociales: creaba subtítulos extravagantes, emparejaba mascotas con hashtags esperanzadores. Siempre dejaba a Juno y Juniper para el final. Escribir su post era como reabrir una vieja herida. Ya podía predecir el resultado: muchos “me gusta”, cero consultas. ¿Dos doberman negros, mezcla de perro callejero, adoptados solo como pareja? Ninguna posibilidad.
Aun así, lo intentó. “Juno y Juniper: hermanos unidos, tontos de remate y maestros del movimiento sincronizado de colas. Buscan un hogar que vea el doble de alegría, no el doble de carga” Le dio a publicar y cerró los ojos, susurrando un deseo al ruido del refugio que tenía detrás.

Tras pulsar enviar, Gabby empezó a limpiar las perreras. Cuando las perreras estuvieron limpias y los perros salieron al patio a jugar, Gabby se sentó en el mostrador de recepción con su portátil. Actualizaba las redes sociales del refugio por costumbre. Por lo general, ya había al menos un DM o dos: preguntas básicas, dudas sobre razas, un “tal vez” o un “no”.
Revisó los mensajes y respondió con su habitual mezcla de calidez y persuasión. Entonces, se le paró el corazón. Había un comentario en el post de Juno y Juniper. No sólo un “me gusta”, sino un comentario real. Alguien había mostrado interés. Sus dedos flotaron incrédulos antes de hacer clic.

El hombre se llamaba Josh. Su mensaje era breve pero esperanzador: “Estos dos parecen perfectos. ¿Están todavía disponibles?” Los dedos de Gabby temblaron ligeramente al responderle, reiterando que sólo estaban disponibles en pareja. Se le revolvió el estómago esperando que dijera que no. Pero en lugar de eso, dijo que sí.
Casi llora. Dos años de espera, de reenvíos, de ver a la gente pasar de largo… quizá había llegado el momento. Confirmó la visita de Josh para el día siguiente a las dos de la tarde, se levantó y gritó en el pasillo: “¡Tienen una oportunidad! Juno y Juniper tienen visita”

Esa noche, Gabby preparó una cesta de regalo: golosinas de primera calidad, juguetes chirriantes, su cuerda de tirar favorita y una foto enmarcada de los perros juntos. Se quedó más tiempo de lo habitual, sentada con ellos en la perrera, rascándoles detrás de las orejas, murmurando que todo podría salir bien por fin.
A la mañana siguiente, Gabby llegó temprano con un paquete de golosinas de bacon bajo el brazo. Juno y Juniper bailaron de emoción cuando la vieron. Les dio de comer con la mano, con el corazón lleno y dolorido. No quería decirles adiós, pero quería que tuvieran algo más que una vida de refugio.

A las dos en punto de la tarde llegó Josh. Alto, de voz suave y vestido con pulcritud, tenía unos ojos amables que se paseaban pensativos por las instalaciones mientras Gabby le enseñaba la casa. Pero en cuanto vio a los perros, su mirada se posó en Juniper y se detuvo. Gabby se dio cuenta inmediatamente.
Juno, que parecía más un chucho que un doberman y cojeaba ligeramente de la pata trasera, se quedó cerca de la parte de atrás. El pelaje liso y las orejas recortadas de Juniper le hacían parecer más cercano a un pura raza, más deseable. A Gabby le dio un vuelco el corazón, pero lo apartó. El apego se formaba de forma diferente en cada persona. Lo que importaba era que se iba a llevar a los dos a casa.

Josh asintió con entusiasmo. “Son incluso mejores en persona”, dijo sonriendo. Gabby recogió su DNI, imprimió los formularios de adopción y sacó la cesta de regalo mientras Josh firmaba. Parpadeó mientras abrazaba a cada cachorro, susurrando promesas en su pelaje. Ellos le lamieron la mejilla a su vez.
Los llevó a la entrada, sujetando ambas correas con cuidado y orgullo. Pero cuando se acercaban al aparcamiento, Josh se detuvo. “Llevaré primero a Juniper”, dijo. Gabby se detuvo en seco. “Son una pareja unida”, le recordó suavemente. “No puedes adoptar a uno y dejar al otro”

Josh sonrió con paciencia. “Adoptaré a los dos”, dijo. “Pero mira – mi asiento trasero está lleno, y ahora la cesta y los juguetes también. No me caben los dos perros con seguridad. Dejaré a Juniper en casa y volveré a por Juno. Una hora como mucho”
Gabby dudó, indecisa, pero cuando miró dentro del coche y lo vio lleno hasta el techo de equipaje, mantas y ahora la cesta de juguetes, su protesta se suavizó. “De acuerdo”, dijo, con la voz entrecortada. Josh subió a Juniper al asiento delantero. Juno gimió. Entonces el coche se alejó y ambos perros lloraron.

Gabby observó cómo el coche desaparecía al doblar la esquina, con los brazos colgando inútilmente a los lados. Un extraño peso le oprimía el pecho. Juno nunca había estado sin Juniper. Ni una hora. Ni durante un minuto. Y ahora permanecía congelado, con las orejas aguzadas y la mirada fija en la verja vacía.
Se arrodilló a su lado, cepillando su pelaje, pero él no se movió. “No pasa nada”, susurró. “Volverá pronto” Pero Juno no escuchaba. Dio zarpazos a la puerta, gimoteando con una pizca de pánico. Gabby le ofreció su peluche favorito, ignorado. Golosinas, ignoradas. Incluso el beicon de esta mañana, olfateado pero sin tocar.

Lo llevó al tranquilo corralito y se sentó a su lado. El tiempo se arrastraba como lana mojada. Cada pisada en el exterior hacía que Juno se estremeciera. Estaba inquieto, daba vueltas alrededor de la valla y siempre miraba hacia delante. Gabby seguía acariciándolo, pero sus nervios empezaban a crisparse. Algo no iba bien.
Cuando se cumplieron las dos horas, Gabby se levantó y fue a la recepción. Sacó el expediente de Josh del cajón y marcó el número que aparecía. La llamada sonó y se cortó. “El número que ha marcado no está localizable” Se le revolvió el estómago. Volvió a marcar. Mismo resultado. El número de reserva estaba desconectado.

Dio vueltas. Comprobó la calle. Volvió a intentarlo. Seguía ilocalizable. Volvió junto a Juno, que ahora estaba acurrucado en un rincón, pero alerta, con las orejas levantadas y el cuerpo tembloroso. Gabby se sentó a su lado, con la mano apoyada en su costado. “Quizá esté atrapado en un atasco”, susurró, pero las palabras le supieron a polvo.
Juno seguía escabulléndose entre la verja del corralito y la puerta principal, con las garras patinando contra el suelo. Gemía como si intentara hablar, tratando de preguntar por qué su hermano no había vuelto aún. Cada vez que pasaba un coche, aguzaba el oído. Cada vez que no se detenía, soltaba un grito bajo y devastado. Estaba desconcertado, confundido, ansioso por saber adónde había ido Juniper.

El cielo se había oscurecido. Las luces del refugio se encendieron. Gabby volvió a mirar el teléfono a las 9:03 p.m. Sintió un nudo en la garganta. Ninguna llamada. Ningún mensaje. Ni rastro de Josh. Juno había dejado de lloriquear. Simplemente yacía allí, con los ojos muy abiertos, inmóvil. Seguía esperando. Gabby se agachó y susurró: “No creo que venga”
Cuando Gabby alargó la mano para acariciarlo, él dio un respingo, no alejándose de ella, sino acercándose a la puerta. Le temblaba todo el cuerpo mientras apoyaba la cara en la costura, respirando con dificultad, como si intentara captar el olor de Juniper en la corriente de aire. Y entonces, sólo una vez, aulló. Un sonido largo y lastimero que hizo que Gabby se quedara inmóvil. No era ruido. Era dolor. Y la destrozó

No sabía qué hacer. Su corazón latía con pavor, el pánico nublaba su lógica. Josh parecía tan normal. Tan amable. Juno había dejado de lloriquear de cansancio, pero aún no estaba dormido. Estaba escuchando. Esperando. De repente, Gabby sintió ganas de llorar a su lado.
Gabby no podía estarse quieta. El peso en su pecho no la dejaba respirar. Pidió al empleado del turno de noche que se sentara con Juno, fichó sin decir palabra y se dirigió directamente a la comisaría de policía local. Le temblaban las manos mientras lo contaba todo, cada detalle, con la esperanza de que alguien la ayudara.

El agente asintió amablemente hasta que ella mencionó los papeles de la adopción. Su expresión cambió. “No creo que haya delito, señorita”, dijo, removiéndose en el asiento. “Firmó los formularios. Ahora es su perro” Gabby sintió que se le colmaba la paciencia. “Fue una adopción doble”, espetó. “¡Él los separó!”
El agente enarcó una ceja, poco impresionado. “Técnicamente, no robó nada. Es mejor que te centres en conseguir que adopten al otro” Gabby se le quedó mirando, estupefacta. “Por favor”, susurró. “Juniper está ahí fuera. Ese hombre mintió” Pero fue inútil. Volvió a su ordenador, ya había terminado con ella.

De vuelta en casa, Gabby se derrumbó en el sofá. Le dolía el pecho de tanto contener las lágrimas. Sollozaba en sus mangas, con la mente dándole vueltas al miedo. La cara de Juniper, la voz de Josh, los gritos de Juno… todo se repetía como un disco rayado. No pudo dormir. Y cuando llegó la mañana, le aterraba la idea de volver a entrar en aquel refugio.
Cuando Gabby entró en el refugio a la mañana siguiente, la recibió el caos habitual: ladridos, cuencos sonando, personal ocupado… pero faltaba un sonido. Juno. Estaba inmóvil en su perrera, con la cabeza gacha y la comida sin tocar en un rincón. No había hecho ni un solo ruido desde la noche anterior. Ni uno.

Gabby se agachó junto a los barrotes, susurrando su nombre, ofreciéndole una golosina. Y nada. Sus orejas no se movieron. Su cola no se movió. Nunca lo había visto así, completamente vacío. Le dolía el corazón. No podía esperar. Si nadie lo arreglaba, tendría que intentarlo ella misma.
Se dirigió a la mesa de administración, sacó el expediente de Josh del cajón y extendió los formularios sobre la mesa de la sala de descanso. Examinó cada campo, cada garabato con una nueva urgencia. Los dos números de teléfono estaban equivocados. Eso estaba claro. Se le aceleró el pulso. Buscó la dirección en la lista.

La esperanza surgió. Quizá la dirección era real. Llamó al complejo de apartamentos. Al cabo de unos minutos, un administrador descolgó. “¿Josh Smith?”, repitió, comprobando algo en el sistema. “Nadie con ese nombre ha vivido nunca aquí” Gabby se quedó inmóvil. Se le erizó la piel. No era un descuidado. Era calculador.
Incluso el carné que le había dado era probablemente falso. Gabby se quedó mirando los formularios, con los pensamientos desbocados. Josh no sólo había mentido, lo había planeado. Quería a Juniper y sólo a Juniper. Se le revolvió el estómago. Necesitaba una pista. Cualquier cosa. Y entonces se dio cuenta: su coche. Recordó el todoterreno maltrecho.

Corrió hacia la oficina de seguridad. “Por favor”, le suplicó al guardia, “¿podemos comprobar la grabación de ayer de la puerta principal?” Juntos escanearon la marca de tiempo. Ahí estaba el todoterreno de Josh saliendo del aparcamiento. La grabación era borrosa, pero Gabby entrecerró los ojos y garabateó lo que parecía el número de matrícula.
Le vino a la mente un nombre: Nathan. Un amigo de la universidad que era hacker ético y estudiaba desarrollo de software. Marcó, con la respiración entrecortada, y se lanzó a la historia: la desaparición de Juniper, la falsa adopción, las pistas muertas. “Sé que es una locura”, dijo. “Pero, ¿puedes ayudarme a encontrar la dirección vinculada a esta matrícula?”

Nathan se quedó callado un momento. Luego: “Envíamela. Veré qué puedo averiguar” Gabby lo hizo. Luego esperó, inquieta, refrescando el teléfono, paseándose por el pasillo como un fantasma. Las horas pasaron como velas de combustión lenta. Finalmente, su teléfono zumbó. Era un mensaje de Nathan.
“Tengo algo. Brookfield. Al borde de la ciudad. Es una dirección antigua, pero ese coche estaba registrado allí” Gabby hizo clic en el enlace del mapa. La calle parecía desolada, a medio pavimentar, bordeada de unidades en ruinas. El pulso le latía con fuerza. No tenía pruebas. Ni refuerzos. Pero tenía que ir. No podía marcharse.

Se lo dijo a su jefe durante el almuerzo. “Necesito medio día”, dijo. “Emergencia familiar” Él levantó una ceja. “¿Te refieres al perro? Cuando ella asintió, él frunció el ceño. “Gabby, no sabes lo que te espera ahí. No vayas sola” Pero Gabby negó con la cabeza. “Tengo que ir. Por Juniper”
Suspiró, pero no la detuvo. Así que cogió las llaves del coche, metió un bate de béisbol en el maletero y un spray de pimienta en la bolsa, y se dirigió al aparcamiento. Le temblaban las manos. Su mente se agitó. Pero siguió conduciendo y no se detuvo hasta llegar al barrio degradado.

Gabby llegó a Brookfield pasadas las dos. Las calles estaban blanqueadas por el sol y silenciosas, bordeadas de vallas inclinadas y ventanas tapiadas. Aparcó discretamente en un callejón sombrío y se puso la sudadera con capucha sobre la cabeza. No tenía el número exacto de la casa, sólo la matrícula grabada en su mente.
Caminó despacio, agarrando una pila de folletos de Angel Paws que había cogido al salir. Fingiendo que los repartía, fue de puerta en puerta, examinando cada entrada, cada buzón y cada porche. Estaba nerviosa, insegura. Hasta que lo vio: aquel todoterreno, aparcado torcido en un camino de grava.

Era inconfundible. Las mismas abolladuras en el parachoques. La misma matrícula. El coche de Josh. El corazón le dio un vuelco y se quedó paralizada en la acera de enfrente. Las persianas de las ventanas cercanas estaban bajadas. Se acercó, centímetro a centímetro, hasta llegar al lado del patio, y entonces lo oyó.
Ladridos. Varios perros. Gabby se agachó y se movió en silencio a lo largo de la valla lateral agrietada, con los latidos del corazón retumbando en su garganta. Llegó a la esquina trasera y se asomó por encima de los listones de madera, y se le heló la sangre. Una docena de perros, atados con cuerdas, se marchitaban bajo el brutal sol de la tarde.

Algunos parecían heridos, con las costillas al aire, el pelo enmarañado y la lengua colgando mientras jadeaban furiosamente. Uno cojeaba en círculos. Otro se lamía una herida abierta en la pata. Y en el rincón más alejado, acurrucado sobre sí mismo y temblando, estaba Juniper. Su lustroso pelaje se apagó y sus ojos se desorbitaron de miedo. Gabby casi jadeó en voz alta.
Antes de que pudiera reaccionar, la puerta trasera se abrió de golpe. Josh salió, empapado en sudor y descalzo, gritando en su teléfono. “Sí, tengo un doberman de primera aquí. Dos años, adiestrado. Dos de los grandes y es tuyo. Raza pura. Sin papeles, pero créeme, está limpio” El estómago de Gabby se convirtió en hielo.

Iba a venderlo. Mentir sobre su linaje, borrar su identidad, embolsarse el dinero. Gabby retrocedió horrorizada, sus zapatos casi resbalaron en la grava suelta. Se mantuvo agachada hasta que dio la vuelta a la manzana y corrió hacia su coche, con el pecho agitado y los dedos temblorosos mientras cogía el teléfono.
Llamó al 911, con la voz entrecortada por la urgencia. “Hay una casa en Brookfield: decenas de perros en apuros y en condiciones terribles. Deberían comprobar si hay maltrato animal” Les dio la dirección y todos los detalles que había memorizado. El operador prometió que la ayuda estaba en camino, pero Gabby no confiaba en las promesas.

La policía no se había preocupado antes. ¿Y si no les importaba ahora? ¿Y si Josh había vendido a Juniper antes de que llegaran? Sus pensamientos se agitaron. El pulso le latía con fuerza. Permaneció inmóvil en su asiento unos minutos más y luego tomó una decisión. Iba a sacar a Juniper ella misma. Pasara lo que pasara.
Gabby estaba sentada en el coche, con la respiración entrecortada y el corazón golpeándole las costillas. No podía irrumpir, no con una docena de perros agitados atados en desorden y, desde luego, no contra un hombre como Josh. La idea de blandir el bate contra él le hizo sonreír malhumoradamente, pero la fantasía no era suficiente.

Necesitaba precisión, no violencia. Su mente barajó varias opciones hasta que se detuvo en una idea clara. Condujo rápido pero con cuidado hasta el dispensario de mascotas más cercano y compró golosinas para perros de primera calidad, guantes de látex y valium. Luego, detrás del coche, vació el frasco de sedante sobre las golosinas.
La carne lo absorbió rápidamente. Gabby las removió con una cuchara de plástico hasta asegurarse de que cada trozo brillaba con la medicación. Volvió al callejón detrás de la casa de Josh y se arrodilló junto a la valla, con el corazón acelerado. Una a una, lanzó las golosinas a través de los huecos.

Las primeras no dieron en el blanco, cayeron demasiado lejos. Gabby ajustó su puntería y volvió a intentarlo, susurrando aliento en voz baja. Un perro olfateó. Otro se acercó cojeando. Pronto, los hambrientos perros empezaron a comer con desesperación y avidez. Gabby siguió lanzando, con las manos firmes incluso cuando su corazón tartamudeaba dentro de su pecho.
El valium tardó unos 30 minutos en hacer efecto. Aquella ventana lo era todo. Gabby corrió a una ferretería cercana y compró cizallas y guantes. Regresó justo a tiempo. Al asomarse por encima de la valla, vio que el caos se había calmado: cuerpos despatarrados, lenguas sueltas y ojos cerrados. Estaba funcionando.

Esperó unos minutos más y subió la valla despacio, con cuidado de no sacudir la madera suelta. Su pie se enganchó ligeramente en la parte superior, pero aterrizó con un suave golpe. El patio trasero olía a calor, óxido y orina. Cada paso que daba era como cruzar líneas enemigas.
Juniper estaba acurrucado en el mismo rincón, con su cadena gruesa y cruel alrededor del cuello. A Gabby se le humedecieron los ojos, pero se obligó a mantener la concentración. Se arrodilló, se puso los guantes y sacó las cuchillas de metal del bolsillo. El tintineo del metal al chocar resultó ensordecedor.

Apretó. Volvió a apretar. Volvió a apretar. Cada chasquido la hacía estremecerse, casi esperando que Josh apareciera o que un perro arremetiera. Pero nada se movió. Sólo una respiración suave y sueños drogados. Por fin, la cadena cedió con un chasquido agudo. Gabby cogió a Juniper en brazos. Apenas se movió, su respiración era profunda y tranquila.
Los brazos de Gabby temblaban bajo su peso, pero ella lo estrechó contra su pecho. Se movió por el patio como una sombra, un pie cada vez, con los ojos fijos en el pestillo de la puerta trasera. Alcanzó la puerta y se quedó inmóvil cuando ésta chirrió.

Josh salió de nuevo, con el teléfono pegado a la oreja, pero esta vez su mirada recorrió el patio. “¿Qué demonios…?”, murmuró. A Gabby se le heló la sangre. Intentó tirar furiosamente del pestillo de la puerta, pero con Juniper en brazos, la puerta no se abría.
Gabby oyó la voz de Josh quebrarse a través del patio, aguda y furiosa. “¿Qué demonios estás haciendo?” Sus manos volvieron a tantear el pestillo, pero no cedió. Se dio la vuelta lentamente, con Juniper aún entre sus brazos y el corazón cayendo en picado. Estaba atrapada. Atrapada. Y él venía.

Josh cruzó el patio furioso, con los ojos desorbitados. Gabby se agachó rápidamente y dejó a Juniper detrás de ella. Su voz temblaba pero se elevaba con rabia. “¿Cómo has podido hacer esto? ¡Monstruo! ¿Cómo has podido hacer daño a estos pobres animales? Su grito resonó a través de la luz del día, haciendo eco contra el revestimiento deformado de la casa.
Josh se burló, agarrando un palo grueso del porche, desgastado y oscuro. “¿Crees que eres su salvador?”, escupió, acechando. “Deberías haberte mantenido al margen” Sus nudillos se blanquearon alrededor de la madera. La levantó, sus pasos se aceleraron, su brazo se preparó para golpear, y entonces el mundo estalló en rojo y azul.

Las sirenas resonaron en el silencio del mediodía y los coches de policía se detuvieron. Las luces intermitentes inundaron el camino de entrada y se extendieron por el patio trasero. Josh se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada. En una fracción de segundo, se dio la vuelta y salió corriendo hacia la puerta trasera, pero dos agentes ya estaban allí, esperando.
Lo abordaron antes de que pudiera llegar al umbral y lo inmovilizaron en el porche. Gabby se quedó paralizada, casi sin respirar, con el pulso retumbándole en los oídos. Un agente corrió hacia ella para comprobar si estaba herida. “¿Estás herida?”, le preguntó. Ella negó con la cabeza. No podía hablar.

Momentos después, Gabby estaba sentada al borde de una ambulancia abierta aparcada en la acera. Un paramédico le limpiaba el rasguño del codo, pero su mirada permanecía fija en el patio. Josh, ahora esposado, fue introducido en la parte trasera de un coche patrulla. Juniper yacía a su lado, todavía durmiendo profundamente.
Gabby exhaló temblorosamente y se llevó la mano a la cara. El sol del mediodía le calentaba la piel, pero por dentro seguía teniendo frío. Seguía vibrando. Todavía procesando. Todo había terminado. La pesadilla, la impotencia, el dolor de no saber. Por fin había terminado. Juniper estaba a salvo. Y Josh se había ido.

Un agente se acercó y se agachó junto a ella. “Transportaremos a los otros perros al refugio de rescate del distrito”, dijo. “Recibirán tratamiento, cuidados y un hogar de acogida adecuado. Has hecho lo correcto” Gabby asintió, agradecida pero callada. Se levantó, cogió a Juniper en brazos y condujo de vuelta a Angel Paws mientras el sol brillaba en lo alto.
Cuando Gabby entró en el aparcamiento de Angel Paws, el sol estaba bajo en el horizonte y proyectaba un resplandor dorado sobre la grava del refugio. En el asiento trasero, Juniper ya estaba despierta. El sedante había desaparecido y en su lugar había una alegría pura y frenética: le lamía la mejilla, el brazo, las manos, gimiendo de emoción.

Gabby abrió la puerta del coche y Juniper salió de un salto, con las piernas temblorosas pero decidida. Su nariz tocó el suelo de inmediato, olfateó como loco, zigzagueó por la hierba hasta que se congeló: había captado un olor familiar. Lanzó un ladrido desesperado, luego otro, y corrió hacia el corral, con todos los músculos tensos por la urgencia.
Dentro del refugio, Juno se agitó. Luego salió corriendo. Gabby se apresuró a abrir la puerta justo cuando Juniper se lanzaba hacia delante. En el momento en que sus miradas se cruzaron, los ladridos cesaron y estalló el caos. Las patas volaron, los cuerpos chocaron, las colas golpearon salvajemente. Los dos hermanos chocaron entre sí con la fuerza que sólo el dolor y el amor pueden crear.

Gabby se quedó helada, con las lágrimas cayendo con fuerza y rapidez. A su alrededor, el refugio había enmudecido. Los miembros del personal se enjugaban los ojos. Alguien se apretó el pecho. Los chicos gritaban, rodaban, se acariciaban, incapaces de dejar de tocarse, presionarse, lamerse, como si quisieran asegurarse de que el otro era real. Finalmente, Gabby soltó un sollozo, con todo el cuerpo tembloroso por el peso del alivio.
Una mano se posó suavemente en su espalda: era el dueño del refugio. “Lo trajiste de vuelta”, dijo suavemente, con los ojos húmedos. “No te rendiste con ellos” La noticia de la detención de Josh se había extendido rápidamente: múltiples cargos por suplantación de identidad, crueldad animal y tráfico ilegal de perros. Mientras tanto, la valentía de Gabby le valió el título de Empleada del Año. Pero los títulos no significaban nada en aquel momento.

Más tarde, cuando el cielo se tiñó de violeta, Gabby se sentó descalza en la hierba, con las rodillas pegadas al pecho, observando a sus hijos. Juno perseguía a Juniper en amplios círculos, ladrando con alegría incontenida. Juniper llevaba torpemente un juguete chirriante que le doblaba en tamaño. Gabby los miró con cariño y sonrió: su mundo volvía a estar completo.