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El mar se convulsionó a su alrededor, una explosión sorda desgarró el arrecife en una onda expansiva que le hizo temblar los huesos. La visión de Marcus se nubló mientras giraba entre la nube de escombros, con los pulmones ardiendo y los oídos zumbando por el rugido submarino. Luchó por orientarse, pero el océano se tragó todo punto de referencia.

De la bruma surgió una sombra colosal. Un gran tiburón blanco, inmenso e imparable, cortó el agua a una velocidad aterradora. Marcus pataleó salvajemente, desesperado por escapar, pero el depredador le golpeó en el costado, hundiéndole más y obligándole a sumergirse en la oscuridad infinita.

El pánico se apoderó de su pecho. No podía esquivarlo. No podía luchar contra él. Cada patada frenética sólo lo arrastraba más hacia el abismo, la luz de arriba se atenuaba a cada segundo. Y en ese terrible momento, Marcus comprendió una cosa con absoluta claridad: no había escapatoria.

El barco surcaba las olas, con el motor zumbando mientras el sol de la mañana pintaba el horizonte con vetas doradas. Marcus se apoyó en la barandilla, con el traje de neopreno a medio cerrar y los ojos llenos de expectación. Ya podía sentir la atracción del océano bajo sus pies, atrayéndole hacia su mundo oculto. Aaron, que manejaba los mandos, le miró por encima del hombro con una sonrisa.

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“Sonríes como un niño en Navidad. Cualquiera diría que no has hecho esto ya cien veces” Marcus sonrió satisfecho, sacudiendo la cabeza. “No importa cuántas inmersiones haya hecho. Cada vez es nuevo. Un arrecife diferente, una vida diferente. Nunca sabes lo que te espera abajo” Aaron se bajó las gafas de sol sin dejar de sonreír. “No te olvides de volver a salir.

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Uno de nosotros tiene que llevar este barco a casa” Frenaron cerca de un trozo de turquesa, donde el arrecife se alzaba invisible bajo la superficie. Marcus se colocó el equipo, ajustó las correas y comprobó los indicadores con facilidad. Su cámara colgaba de su mano, el instrumento que convertía sus inmersiones en algo más que un recuerdo.

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“¿De verdad vas a bucear solo esta vez?”, preguntó Aaron Preguntó Aaron, rascando una nota en su cuaderno de bitácora. “Mejor cobertura así”, respondió Marcus. “Además, odias bucear” Aaron resopló. “No odio bucear. Odio a los tiburones. Hay una gran diferencia” Le hizo un gesto para que siguiera. “Vamos entonces, chico de Navidad. Tráeme algo que merezca la pena escribir”

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Marcus se rió por lo bajo, se colocó la máscara y se sentó en el borde de la barca. Por un momento se limitó a mirar las profundidades, una inmensa cortina de azul resplandeciente que lo ocultaba todo, que lo prometía todo. Luego se inclinó hacia atrás y el mar se lo tragó entero.

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El agua lo envolvió en su fresco abrazo, el sonido se desvaneció en el sordo zumbido de su regulador. Marcus descendió, dejando que el arrecife se alzara bajo él como una ciudad viviente, espirales de coral que se alzaban hacia la luz, todas las superficies vivas de color y movimiento.

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Los peces mariposa se esparcían como confeti dorado al paso de su sombra, mientras los peces payaso entraban y salían de las anémonas. Un pez loro escarbaba con firmeza en el coral, dejando a su paso rastros de arena pálida. Marcus se quedó flotando, hipnotizado, incapaz de deshacerse del asombro que ninguna inmersión podría disminuir.

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Levantó la cámara y captó el lento ballet del arrecife, con la luz del sol formando cintas sobre las cabezas de coral. Entonces ocurrió. En el borde mismo de su visión, algo más oscuro se movió, rápido, decisivo. Un destello negro que se abría paso en el azul. Marcus giró la cabeza, pero no había nada.

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Probablemente sólo un mero grande, se dijo a sí mismo. O un truco de la luz. Aquí abajo, las sombras se curvaban de forma extraña, y los propios colores del arrecife podían jugar malas pasadas al ojo si no se tenía cuidado. Dirigió la cámara hacia la pared de coral, decidido a no dejar que su imaginación estropeara la inmersión.

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Los peces damisela brotaron de un coral ramificado, chispas de azul contra el rojo óxido. Marcus los filmó zigzagueando por el arrecife, desapareciendo tan rápido como aparecían. Una nube de pejerreyes pasó ondulante, separándose a su alrededor como una cortina viviente, moviéndose como uno solo. La belleza le oprimía el pecho como un peso.

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Entonces… ahí estaba de nuevo. Una raya. Más oscura, más nítida. No la perezosa deriva de una raya, no un mero. Rápido. Deliberado. Observando. Marcus se quedó inmóvil. El pulso le retumbaba en los oídos. El arrecife estaba quieto, el agua se extendía en un azul vacío. Sin embargo, había algo allí. Lo sintió. La luz parpadeante de la cámara dejó de parecerle una herramienta para convertirse en un objetivo.

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Sus instintos se agitaron, un susurro de advertencia transmitido a través del agua misma. Marcus se impulsó suavemente hacia arriba, con las aletas cortando el agua mientras se elevaba hacia el resplandor de la luz del día. El arrecife se desvaneció bajo él, su coro de colores se sumió en la sombra, y pronto su cabeza rompió la superficie con una ráfaga de aire y rocío.

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Se subió la máscara a la frente y miró hacia el barco. “¡Aarón!”, gritó, su voz resonó en el agua. “¿Ves algo por aquí? Aaron levantó la vista de su bloc de notas y entrecerró los ojos bajo el sol. Sombreó los ojos, oteando el horizonte, y luego sacudió la cabeza. “No veo nada. ¿Por qué? ¿Has encontrado ya un monstruo marino?”

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Marcus soltó una breve carcajada, aunque sonó más débil de lo que pretendía. “Me pareció ver algo que se movía. Una gran sombra. Dos veces” Aaron se apoyó en la barandilla, con una ceja arqueada. “Estás viendo cosas. Demasiado café esta mañana. Concéntrate, Marcus. El coral no se va a estudiar solo” Marcus volvió a bajarse la máscara, todavía inquieto. Quizá no fuera nada.

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Tal vez fueran los nervios. Pero la imagen de aquella raya oscura permanecía en su mente como una mancha en el cristal. Exhaló un largo suspiro, apretó el regulador y volvió a sumergirse. El arrecife le dio la bienvenida con una oleada de color. Esta vez se movió más despacio, girando la cabeza a menudo, observando no sólo el coral sino también las extensiones de azul abierto.

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Su cuerpo estaba tenso, preparado. Sujeta la cámara y capta un par de peces deslizándose, sus escamas reflejando la luz del sol como espejos. Intentó perderse en su belleza, en el ritmo tranquilo del arrecife. Pero incluso mientras filmaba, sus ojos seguían deslizándose hacia los lados, buscando la sombra. Y entonces la vio. Esta vez no era una raya fugaz, ni un borrón fugaz.

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Flotaba en el agua, inmensa e inconfundible, esperando. Marcus se quedó inmóvil, suspendido en el agua, con los latidos de su corazón resonando en sus oídos. La sombra se alzaba en la distancia, sin avanzar, sin dar vueltas, simplemente suspendida allí, como si hubiera estado esperándole todo el tiempo. Agarró con fuerza la cámara, sin saber si debía levantarla o dejarla colgar inútilmente a su lado.

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El instinto le gritaba que nadara hacia el barco, pero otra voz, más tranquila pero insistente, le instaba a quedarse. Si hubiera querido atacar, ya lo habría hecho. Respiraba lenta y pesadamente, cada exhalación burbujeaba hacia la superficie. Entrecerró los ojos, intentando atravesar el azul que los separaba, pero la distancia le jugaba malas pasadas.

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Podía estar a seis metros o a cincuenta. Fuera lo que fuese, empequeñecía a los bancos de peces que se dispersaban nerviosos a su alrededor. Marcus ajustó su flotabilidad y avanzó, cada patada deliberada, de prueba. La forma permaneció inmóvil, vasta y silenciosa, suspendida como si estuviera tallada en el agua misma.

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Se encontró susurrando dentro de su máscara, como si pronunciar las palabras en voz alta pudiera afianzar su valor: “Si fuera un depredador, ya habría venido a por mí” El espacio entre ellos se redujo. Los detalles empezaron a definirse: el vientre pálido, las poderosas líneas del cuerpo, el destello de un ojo que captaba la poca luz que se filtraba hasta allí. A Marcus se le apretó el pecho.

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No era una sombra. No era una forma a la deriva en la bruma. Era un tiburón. Y no un tiburón cualquiera. La gran mandíbula en forma de media luna, las cicatrices a lo largo del flanco y su inmensidad no dejaban lugar a dudas. A Marcus se le cayó el estómago al reconocerlo como un trueno. Un gran blanco. Marcus vaciló, atrapado entre el instinto y la razón.

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Cada fibra de su cuerpo le instaba a girar, a patear con fuerza hacia la superficie, a volver a la seguridad del barco. Esa era la opción racional. La única opción, en realidad, cuando se enfrenta a un depredador al alcance de la mano. Pero algo no encajaba. Había estudiado a los tiburones durante años, escrito artículos sobre sus rutas migratorias, dado conferencias sobre sus comportamientos de caza.

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Los tiburones blancos no se quedaban así. No flotaban inmóviles, observando, como arraigados en un lugar. Los depredadores se movían, inquietos, resueltos. Esta quietud no era correcta. Levantó la cámara, más como un escudo que como una herramienta, y la estabilizó con manos temblorosas. El objetivo enfocó la forma del tiburón, atravesando la bruma que difuminaba la distancia.

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Se le cortó la respiración. Recorrió su cuerpo, siguiendo el movimiento de su poderosa cola. Y entonces lo vio. Algo tosco y antinatural apretado contra su piel. Una cuerda gruesa y tensa se enroscaba en la base de la cola, clavándose en la carne.

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La cámara se acercó aún más y el pulso de Marcus se aceleró al ver lo que aparecía: un arpón metálico, cruelmente clavado cerca de la aleta, con la cuerda atrapando al tiburón como un lazo. Se le oprimió el pecho. El depredador que tenía delante no estaba acechando. Estaba atrapado. Herido. Luchando en silencio contra la fuerza que le había hecho esto.

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Marcus bajó la cámara, el corazón le latía ahora a un ritmo diferente. El miedo seguía atenazándolo, pero estaba mezclado con algo más: ira y un fuerte impulso de simpatía. Marcus dio una patada hacia arriba, con los pulmones apretados, y el arrecife y el gigante silencioso se desvanecieron bajo sus pies. Al salir a la superficie, arrancó el regulador y tragó aire, llevándose ya la máscara a la frente.

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Su voz se quebró cuando gritó hacia el barco. “¡Aaron! Tráeme un cuchillo” Aaron se enderezó al instante, con un gesto de alarma en el rostro. “¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?” Marcus nadó con fuerza hacia la escalera, agarrándose a los peldaños mientras Aaron se inclinaba sobre él, escrutando su expresión. “Hay un tiburón”, dijo Marcus, con la respiración entrecortada.

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“Un tiburón blanco. Está enredado: una cuerda alrededor de la cola y un arpón clavado cerca de la aleta” Aaron se quedó helado. “¿Un arpón? ¿Aquí fuera?” Miró instintivamente hacia el horizonte vacío. “Eso es… Marcus, ya sabes lo que significa. Alguien lo está cazando” Marcus se subió a la escalera, con el agua cayéndole por los hombros y la urgencia en los ojos.

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“¿Has visto algún otro barco? ¿Algo?” Aaron negó con la cabeza. “No. Nada Dudó, con la voz baja. “¿Caza de tiburones blancos? Eso es ilegal. Debería llamar a la guardia costera, traerlos aquí…” “Hazlo”, le cortó Marcus. “Pero no puedo dejarlo ahí. Está atrapado. Necesito ese cuchillo”

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Aaron maldijo en voz baja, pero se apresuró a la caja de suministros y sacó un cuchillo de buceo serrado. Lo puso en la mano de Marcus. “Estás loco. Está sufriendo, Aaron”, dijo Marcus bruscamente. “Si no lo suelto, morirá” Volvió a meterse el regulador en la boca, agarró con fuerza el cuchillo y volvió a meterse en el agua.

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El agua se cerró sobre él una vez más, pero esta vez se sintió más pesada, el silencio presionando más fuerte contra sus oídos. Marcus pataleó hacia abajo, con el cuchillo bien agarrado en la mano, y las burbujas subían en espiral con cada exhalación deliberada. Sus ojos no se apartaban de la tenue silueta que le esperaba. El tiburón no se había movido. Se cernía como un fantasma en el agua, enorme e inquietante.

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Marcus se acercó más despacio, cada nervio de su cuerpo le instaba a dar marcha atrás, pero un impulso más profundo le empujaba a acercarse. El cuchillo parecía lastimosamente pequeño frente a la masa de músculos y dientes que tenía delante. Se acercó, y los detalles se agudizaban con cada patada: la cuerda áspera que cortaba la piel pálida, el perno del arpón incrustado cruelmente cerca de la cola.

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El ojo del tiburón parpadeó mientras se acercaba, girando ligeramente hacia él, negro y sin fondo. Marcus estabilizó su respiración, forzando la calma en sus movimientos. Lo rodeó con cautela, manteniendo la distancia con las fauces abiertas. La cuerda estaba tensada, enrollada cruelmente sobre el cuerpo. Se acercó más, sintiendo que el corazón le latía con fuerza en la garganta.

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Levantó el cuchillo y lo deslizó con cuidado por debajo de la gruesa cuerda. El tiburón se estremeció, una onda de tensión recorrió su cuerpo, pero no arremetió. Marcus cortó, serrando con firmeza hasta que la cuerda se separó en una nube de fibras deshilachadas. Trabajó con rapidez, cortando bobina tras bobina, liberando al tiburón centímetro a centímetro.

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Finalmente, se armó de valor, alcanzó el perno del arpón y, de un tirón rápido y desesperado, lo soltó. El tiburón se convulsionó. Su enorme cola se agitó con fuerza, enviando una onda expansiva a través del agua que hizo retroceder a Marcus. El cuchillo giró y las burbujas estallaron a su alrededor.

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Su pecho se contrajo de terror: ¿acababa de liberar lo que lo mataría? Pero el tiburón no atacó. Permaneció a la deriva, con su poderoso cuerpo enroscándose como si temblara de dolor. Y entonces, imposiblemente, volvió a quedarse quieto, colgando, con los ojos fijos en él.

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Marcus flotaba donde lo había arrojado el movimiento de la cola, con los pulmones ardiendo mientras luchaba por mantener la respiración. Casi esperaba que el tiburón girara y desapareciera en el azul o, peor aún, que se abalanzara sobre él ahora que estaba libre. Pero no se movió. Se limitó a flotar, con la sangre brotando a borbotones de la herida que tenía cerca de la cola y su enorme cuerpo suspendido en una inquietante quietud.

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El ojo negro se clavó en él, sin parpadear, ilegible. Sintió el peso de aquella mirada clavarse en sus huesos, antigua e inconmensurable. Contra todo instinto de supervivencia que le gritaba, Marcus se acercó. El cuchillo había desaparecido, sus manos estaban vacías. Aun así, avanzó, lenta y deliberadamente, hasta que el hocico del tiburón llenó su visión como la proa de un barco primigenio.

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Levantó una mano temblorosa. La palma quedó a un palmo de la áspera piel, la vacilación era una tormenta en su interior. Luego, con cuidado, la apretó contra la nariz del tiburón. La piel era áspera como el papel de lija, la presión de su inmensa presencia se irradiaba a través de las yemas de sus dedos. Durante un largo suspiro, ninguno de los dos se movió.

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Buceador y depredador, suspendidos juntos en la silenciosa catedral del mar. El pecho de Marcus se aflojó y el miedo se apoderó de él. Había tocado la historia viva, el poder destilado en carne y hueso, y eso le había permitido acercarse. Entonces, sin previo aviso, el tiburón se movió. Su cuerpo avanzó hacia él, presionándole, empujándole lo bastante fuerte como para hacerle resbalar por el agua.

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A Marcus se le aceleró el pulso. Retrocedió instintivamente, con el pánico atenazándole la garganta. Era demasiado rápido, demasiado fuerte. No podía escapar a tiempo. El tiburón volvió a presionar contra él, esta vez con más fuerza, empujándolo de lado hacia el mar abierto.

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Se preparó para los dientes, para que las mandíbulas se cerraran a su alrededor. Pero el mordisco no llegó. En su lugar, el tiburón pasó a toda velocidad, dando la vuelta con otro insistente empujón. Marcus giró confundido, intentando comprender, hasta que su mirada se elevó más allá del arrecife.

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Y allí, en la distancia, lo vio: un repentino resplandor de luz bajo el agua, seguido del rugido sordo de una explosión. El mar se convulsionó cuando la explosión lo atravesó. Un chasquido sordo y atronador reverberó por todo el arrecife, seguido de una oleada de burbujas y cieno que estalló hacia arriba en una nube cegadora.

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La onda expansiva sacudió el cuerpo de Marcus y la fuerza le atravesó las costillas como un martillazo. Se retorció, la vista se le nubló y los oídos le zumbaron con el estruendo submarino. El arrecife de coral que había estado estudiando momentos antes había quedado oculto, envuelto en una tormenta de arena y escombros. Luchó por orientarse y comprender lo que acababa de desgarrar el agua.

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El tiburón volvió a empujarle, chocando contra su costado y alejándole del arrecife. Marcus pataleó impotente, el miedo le ahogaba, pero el tiburón siguió adelante, arreándole con ráfagas rápidas y deliberadas. Giró hacia él, medio esperando que abriera las fauces ahora que lo tenía acorralado.

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En lugar de eso, el gran tiburón blanco viró, dando vueltas, interponiéndose entre él y el penacho de devastación a la deriva. Lo estaba guiando, alejándolo del peligro. El pecho de Marcus se agitó. Forzó el aire lentamente a través del regulador, con los ojos fijos en el gran depredador mientras la comprensión se abría paso a través de su pánico. No le estaba atacando. Lo estaba alejando de la explosión.

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Siguió otra erupción, ésta más cercana, la detonación amortiguada golpeando su cuerpo, la onda expansiva ondulando hacia fuera. El arrecife se dobló bajo el ataque, fragmentos de coral se soltaron y cayeron como cristal quebradizo. Marcus levantó un brazo para protegerse la máscara mientras el agua se agitaba violentamente.

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Cuando la marejada se disipó lo suficiente como para poder ver, vio movimiento en la superficie: formas en lo alto, siluetas de otra embarcación que se acercaba al barco de Aaron. Sintió un nudo en el estómago, un pavor helado que atravesaba la bruma. Y por primera vez desde que había caído al agua, Marcus se dio cuenta de que el arrecife no era lo único que estaba siendo atacado.

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Marcus salió a la superficie, jadeante, llevándose la máscara a la frente. El mundo de arriba era un caos: el barco de Aaron se sacudía con fuerza por las réplicas de la explosión y el agua seguía salpicando. Y allí, amarrada a su lado, había una segunda embarcación que no había visto antes.

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Había dos hombres a bordo. Extraños. Uno llevaba un tosco arpón colgado del hombro, el otro rebuscaba en una caja y lanzaba pequeñas cargas explosivas al mar con precisión casual. Cada detonación provocaba ondas de peces aturdidos que se elevaban en olas inertes.

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A Marcus se le heló la sangre. Pesca con explosivos. El arrecife que acababa de admirar, la vida que había grabado minutos antes, estaba siendo arrasada ante sus ojos. Se subió a la escalera, con los brazos temblorosos y todos los músculos gritándole que se moviera con cuidado. Aaron se sentó rígido en el borde de la cubierta, con el bloc de notas olvidado y los ojos muy abiertos por la inquietud.

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Uno de los piratas ladró algo en un inglés entrecortado. “Equipo. Ahora mismo. Todo” Hizo un gesto brusco con el arpón, con un significado inequívoco. Marcus se quedó helado, goteando agua de mar sobre la cubierta. Miró de Aaron a los hombres, con la incredulidad retorciéndose en su interior. No eran pescadores.

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Eran cazadores, y el tiburón de abajo, herido y con cicatrices, había sido su presa. A Aaron le temblaba la voz. “Marcus…” Tragó saliva y susurró lo bastante alto para que lo oyera. “Ya vienen” Por un momento, Marcus no entendió. Luego comprendió. La guardia costera. Aaron ya debía de haberles avisado por radio. El alivio se mezcló con el temor.

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Sólo tenían que aguantar hasta que llegara la ayuda. Marcus levantó las manos lentamente, rindiéndose. Los piratas gruñeron órdenes, despojándolos de equipo pieza por pieza. Uno montaba guardia con el arpón apuntándoles, mientras el otro se inclinaba sobre la borda, listo para lanzarse a por los peces aturdidos que flotaban en racimos.

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El corazón de Marcus latía con fuerza. Podía sentir la presencia del tiburón bajo las olas, rondando sin ser visto. Y cuando un pirata se agachó para meterse en el agua, Marcus supo que la paciencia se le estaba agotando. No podía quedarse quieto para siempre. El pirata del arpón se paseaba por la cubierta, con los ojos afilados bajo su gorra raída.

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Murmuró en su propia lengua y luego apuntó el arma hacia Marcus y Aaron, indicándoles que se sentaran. Marcus bajó lentamente, con el traje empapado pegado a la piel. El segundo pirata chapoteó en el agua con una zambullida practicada. Desapareció bajo la superficie, con burbujas que marcaban su descenso.

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Instantes después reapareció arrastrando un grupo de peces inertes atados por las branquias. Los introdujo en la barca y volvió a desaparecer, hambriento de más. Aaron tensó la mandíbula. Miró a Marcus y luego apartó rápidamente la mirada, con el miedo grabado en las líneas de la cara. Marcus casi podía oír sus pensamientos: espera, no empeores las cosas.

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Pero cada fibra de su ser gritaba en contra. El arrecife estaba siendo desgarrado, el tiburón cazado, sus vidas pendían de un hilo. El pirata que estaba en cubierta se acercó, arpón en mano, y se concentró en la presa que se amontonaba a sus pies.

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La mente de Marcus se aceleró. No podía dominarlo. No podía superar a un arpón. Pero tal vez… tal vez no tuviera que hacerlo. Entonces lo vio: una aleta oscura que se recortaba brevemente sobre la superficie, a sólo unos metros. El tiburón había vuelto. A Marcus se le cortó la respiración y le asaltó una idea temeraria y desesperada.

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Se puso en pie de un salto, con el brazo empujando al pirata y el dedo clavado en el agua. “¡Tiburón!”, gritó, con la voz entrecortada por la urgencia. El pirata giró y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro mientras levantaba el arpón con impaciencia. Para él, era una oportunidad: la misma bestia que había estado persiguiendo volvía a salir a la superficie. Su atención se desvió, tal y como Marcus había esperado.

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Con una oleada de adrenalina, Marcus le dio un fuerte empujón en el hombro, haciendo que el hombre retrocediera dando tumbos. El arpón cayó estrepitosamente a la cubierta mientras él se desplomaba sobre la borda con un chapoteo. “¡Aaron! Arranca el barco” Gritó Marcus, con la respiración entrecortada y el corazón en la garganta.

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Pero Aaron palideció. Tartamudeó, señalando impotente el encendido. “Han cortado el cable. No arranca” A Marcus se le cayó el estómago. El motor era inútil, su única vía de escape se había cortado antes de que se dieran cuenta. El barco se balanceaba bajo sus pies, el chapoteo del pirata caído aún resonaba en las olas.

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Las manos de Aaron temblaban mientras retrocedía hacia la cabina. “Marcus… ¿qué hacemos?” Su voz se quebró, demasiado alta, demasiado cruda. El segundo pirata salió del agua y volvió a la cubierta con un gruñido goteante. Sus ojos brillaban de furia mientras dirigía una espada húmeda y dentada hacia Marcus.

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El mar que los rodeaba se sintió de repente más pequeño, el horizonte imposiblemente lejano. La mirada de Marcus se desvió hacia el arpón flotante que yacía a sus pies. Su mano se movió hacia él, pero el pirata captó el movimiento y enseñó los dientes. “Si te mueves”, siseó el hombre en un inglés entrecortado, con el agua cayéndole por la cara, “mueres”

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El otro pirata gritó desde abajo, con la voz amortiguada por las olas, exigiendo que lo volvieran a subir a bordo. La tensión se tensó, una tormenta se cernía sobre la cubierta. El pecho de Marcus ardía de rabia impotente, con el peso de la destrucción del arrecife presionándole. Y entonces, un nuevo sonido. Un profundo torrente de agua, potente y rápido, cortando bajo la superficie.

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Los ojos de Marcus se abrieron de par en par cuando una enorme sombra se acercó a la figura que se alzaba entre las olas. A Marcus se le cortó la respiración. A través del resplandor cambiante de las olas, vio al pirata luchando por volver a subir al barco, con los dedos arañando la borda. Detrás de él, el agua se abrió con una fuerza aterradora.

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Una masa oscura surgió, más rápido de lo que Marcus podía procesar. El tiburón. El gran tiburón blanco apareció a la vista, su cola cortó un vórtice en el mar mientras embestía al hombre con una precisión brutal. El pirata gritó, su voz se quebró en el aire antes de que el sonido se viera interrumpido por el torrente de agua.

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Cayó hacia atrás, agitando los brazos, y el cuchillo arpón se le escapó de las manos. Marcus se quedó helado, con los músculos tensos, dividido entre el horror y el asombro. Era la misma criatura que había liberado hacía unos minutos. El mismo depredador que le había salvado. Ahora mantenía el barco a raya, atacando con un propósito que parecía casi deliberado.

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El mar hervía de movimiento cuando el tiburón volvió a rodearlo, obligando al pirata a alejarse del barco. La decisión de Marcus se le escapó de las manos. La naturaleza ya había elegido. Una ráfaga aguda cortó el aire, no desde el mar, sino desde arriba. Un cuerno, profundo e imponente, resonó sobre las olas.

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La cabeza de Marcus se dirigió hacia el horizonte, donde se acercaba un barco blanco cuya estela hacía espuma al surcar las aguas. Las rayas azules brillaban a lo largo de su casco y la luz del sol reflejaba la bandera izada. La guardia costera. Los motores rugieron cuando el guardacostas se acercó. Dos oficiales se inclinaron sobre la proa, con los fusiles en ristre pero firmes, y las voces amplificadas por el viento.

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“¡Suelte el arma! Las manos donde podamos verlas” El pirata dudó sólo un momento antes de arrojar el arpón a un lado. Se estrelló contra la cubierta y se detuvo a los pies de Marcus. Éste no se movió, con el pulso aún retumbándole en el pecho. El barco se sacudió cuando los oficiales aseguraron al primer pirata, cuyas maldiciones se esparcieron inútilmente por el aire.

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Marcus se apoyó en el camarote, recuperando el aliento, cuando un chapoteo repentino le hizo mirar a estribor. El segundo pirata emergió arrastrando tras de sí una abultada red repleta de peces aturdidos.

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Su rostro se descompuso en una amplia sonrisa, con los dientes relucientes, mientras levantaba la red hacia la borda. Por un momento pareció triunfante, como si la destrucción del arrecife hubiera merecido la pena. Luego levantó la mirada y se quedó inmóvil.

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El buque guardacostas se cernía sobre él, con sus oficiales alineados en la barandilla, los fusiles bajados pero preparados, sus expresiones frías e inquebrantables. La sonrisa del pirata se evaporó. Sus manos vacilaron sobre la red al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. “¡Suéltala!”, ladró uno de los oficiales, con la voz transmitiéndose a través del agua. “¡Ahora!”

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El pirata soltó la captura con un chapoteo, la red se hundió bajo él y los peces se dispersaron en vetas plateadas. Levantó los brazos temblorosamente e inclinó la cabeza mientras dos buzos de la guardia costera se deslizaban en el agua para arrastrarlo de vuelta a la patrullera. Aaron exhaló una risa temblorosa y se desplomó en la cubierta junto a Marcus. “Te dije que vendrían”, murmuró.

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Sin embargo, los ojos de Marcus estaban fijos en el agua, más allá de la patrullera. El gran tiburón blanco seguía allí, dando vueltas, su silueta vasta y grácil contra la luz mortecina. Durante un instante, el depredador y el hombre volvieron a mirarse. Luego, con un solo movimiento de la cola, el tiburón desapareció en las profundidades.

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Horas más tarde, las luces del puerto parpadeaban sobre el agua mientras Marcus y Aaron pisaban el muelle, con las piernas inestables tras el largo remolque de vuelta. Los guardacostas habían detenido a los piratas, incautado el barco y apilado las pruebas en cajas selladas. Pero Marcus llevaba algo completamente distinto.

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Su cámara colgaba pesadamente de sus manos, con gotas de agua aún adheridas a la carcasa. En su interior, la tarjeta de memoria rebosaba de imágenes: el arrecife floreciendo en color, la sombra en el azul, el cruel mordisco del arpón, las explosiones que desgarraban corales más antiguos que la historia. La prueba de lo que se había hecho. Aaron le dio una palmada en el hombro, cansado pero aliviado.

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“Vas a hacer olas con esto”, dijo suavemente. “Más de lo que habíamos planeado” Marcus no contestó. Sus pensamientos no se centraban en las pruebas, ni siquiera en las detenciones, sino en la mirada del tiburón. La forma en que había aguantado, la forma en que había permanecido en silencio y luego, imposiblemente, la forma en que lo había alejado de la muerte.

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En la quietud del muelle, con las gaviotas llorando sobre su cabeza y el mar golpeando los pilones, Marcus se permitió imaginar que la criatura seguía moviéndose en algún lugar de la oscuridad. No como una sombra, no como un depredador, sino como algo mucho más antiguo, mucho más decidido de lo que él jamás podría nombrar. Exhaló lentamente y giró la cámara entre sus manos. Mañana entregaría las imágenes.

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Mañana lucharía por el arrecife, por la prueba de su destrucción. Pero esta noche llevaba algo menos tangible, un recuerdo que nunca podría explicar del todo. El tacto de la piel áspera bajo su palma. La presión de un cuerpo que debería haber acabado con él, pero no lo hizo. Y la certeza inquebrantable de que el guardián más feroz del océano había elegido, por una vez, dejarle vivir.

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