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La mañana se sintió apagada desde el principio. La luz del sol que normalmente se filtraba a través de las cortinas parecía más fría, el silencio más pesado. Helen miró el reloj: las ocho y cuarto. Nunca llegaban tan tarde. Se sirvió otra taza de café, fingiendo que no contaba los segundos entre las miradas a la ventana.

Intentó enviar un mensaje de texto: ¿Va todo bien? Otra vez, veinte minutos después: ¿Estás de camino? Los mensajes quedaron marcados como entregados, nunca leídos. El teléfono estaba boca abajo sobre la mesa, con la pantalla negra e indiferente. Fuera, la calle estaba vacía. Ni puertas de coches, ni voces, ni risas.

Al mediodía, el malestar se había convertido en algo más pesado. Un nudo de culpabilidad que no podía sacudirse. ¿Habría dicho algo malo? ¿Habría sido demasiado estricta con los niños la última vez? Helen estaba de pie junto al lavabo, con las manos aún húmedas, mirando a la tranquila calle. “¿Qué he hecho?”, susurró.

Las mañanas en casa de Helen siempre empezaban con el mismo sonido: el lejano parloteo de los gorriones y el débil zumbido de la tetera. Le gustaba el ritmo, el orden, las pequeñas certezas. A las siete y media, el olor a tostadas y a avena con canela llenaba la cocina, y la mesa estaba puesta en su sitio, con las servilletas dobladas en triangulitos que a los niños les hacían gracia.

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A las ocho en punto, el coche entraba en casa. Emma irrumpía por la puerta la primera, con su mochila rebotando y su risa resonando por el pasillo. Jake la seguía de cerca, más despacio, agarrado al elefante de peluche que nunca le faltaba. Helen siempre se inclinaba para abrazarlos antes de coger sus abrigos.

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Su madre, Lisa, aparecía un momento después, con el teléfono en la mano y un tono enérgico pero amable. “Eres una salvavidas, mamá”, decía, y daba un beso rápido en la mejilla de Helen antes de salir corriendo a trabajar. La rutina era tan familiar que parecía un reloj, una coreografía tácita perfeccionada a lo largo de los años.

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Cuando el coche desapareció por la calle, Helen volvió a la cocina, donde había dos fiambreras abiertas como invitaciones. Las llenó con esmero: medios sándwiches, rodajas de manzana, pequeñas notas escritas en cursiva. Eres valiente. Te queremos. Los niños soltaban risitas cuando las encontraban, fingiendo vergüenza, pero Helen sabía que las esperaban con impaciencia.

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El resto de la mañana transcurrió con la misma tranquilidad: dejar a los niños en el colegio, la colada en la lavadora, el lento confort de la radio zumbando por toda la casa. Algunos días se preguntaba cómo había tenido tanta suerte de que las risas de sus nietos llenaran su casa cuatro días a la semana. Le daba sentido. Le daba paz.

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Y aunque Lisa le decía a menudo: “Mamá, no tienes por qué hacer todo esto”, Helen nunca creyó que fuera una carga. Era lo que sabía hacer, lo que se le daba bien. Mantener las cosas estables. Pero Lisa no era estable. Tenía una forma de hacer que la vida pareciera un torbellino de pensamientos a medio terminar y disculpas tardías.

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Aceptó ayudar a Helen en el chequeo del hospital, pero lo canceló en el último momento. “Me olvidé por completo”, decía, con voz rápida y distraída. “Te lo compensaré la semana que viene” La semana que viene nunca llegaba. Una vez prometió recoger a Emma del colegio, pero Helen acabó yendo ella misma tras una llamada preocupada de la profesora.

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Cuando Lisa finalmente apareció, se rió. “Eres demasiado buena, mamá. ¿Qué haría yo sin ti?” Helen sonrió, pero aquella noche permaneció despierta más tiempo de lo habitual. No es que Lisa fuera cruel. Simplemente era descuidada con el tiempo, con las palabras, con la firmeza de los demás. Helen se decía a sí misma que era el agotamiento, el estrés del trabajo y la paternidad.

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Aun así, cada promesa rota dejaba una grieta silenciosa. Aquel jueves por la tarde, la casa estaba llena de risas. Emma y Jake estaban construyendo un fuerte en el salón mientras Helen removía una olla de estofado. “El almuerzo en diez minutos”, dijo. “¡Ya casi está!” Gritó Emma. Jake añadió: “¡Nana, mira! Hemos hecho un túnel”

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Helen sonrió y se acercó a inspeccionar su creación. Los cojines estaban demasiado amontonados y uno de los jarrones antiguos, regalo de su difunto marido, estaba peligrosamente cerca del borde de la mesa. “Cuidado, cariño”, le dijo con suavidad, tratando de sujetarlo. Pero Jake estiró la mano al mismo tiempo, deseoso de ayudar, y el jarrón resbaló.

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Se hizo añicos contra la baldosa, esparciendo porcelana por el suelo. Jake se quedó inmóvil. La voz de Helen sonó más aguda de lo que pretendía. “Te dije que tuvieras cuidado, Jake Eso no era un juguete” Inmediatamente se le llenaron los ojos de lágrimas. “¡No era mi intención!”, gritó, retirándose detrás del sofá. La ira de Helen se suavizó con la misma rapidez. “Oh, amor, ven aquí”, dijo, agachándose.

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“Nana se asustó, eso es todo” Pero Jake permaneció escondido. La puerta de un coche se cerró fuera. Lisa. Cuando Helen barrió los últimos fragmentos y los tiró a la papelera, Lisa ya estaba en la puerta. Observó la escena, sus ojos escudriñaron el jarrón roto, la cara llena de lágrimas de Jake, Emma sosteniendo el brazo de su hermano. “¿Qué ha pasado?

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Helen empezó a explicar, pero Lisa se limitó a asentir lentamente. “Los accidentes ocurren”, dijo. Se arrodilló junto a Jake y le echó el pelo hacia atrás. “¿Estás bien, colega?” Él asintió, todavía sorbiéndose los mocos. Lisa se volvió hacia su madre con una pequeña y educada sonrisa. “No pasa nada, mamá. No te preocupes” Pero la forma en que lo dijo dejó a Helen inquieta.

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Aquella noche, después de que todos se hubieran ido a casa, Helen se sentó en su tranquila cocina, mirando fijamente la encimera limpia donde antes estaba el jarrón. El sonido de su rotura resonaba en su mente. También la voz de Lisa. Tranquila. Distante. No era la ira lo que inquietaba a Helen; era la indiferencia.

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Los días de Helen siempre habían seguido un ritmo en el que confiaba. Ordenados, fiables, como una canción que se sabía de memoria. Pero últimamente algo había desafinado un poco. Lisa se había distanciado en formas pequeñas, casi invisibles. Seguía dejando a los niños a la hora, seguía diciendo “Gracias, mamá”, pero su voz carecía de la calidez habitual.

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“¿Va todo bien?” Preguntó Helen una mañana mientras Lisa se ajustaba la chaqueta junto a la puerta. La respuesta de Lisa fue educada, práctica. “Estoy cansada, eso es todo” Las palabras deberían haberla reconfortado, pero no lo hicieron. No había ternura en ellas. Ni una pausa para preguntar cómo estaba Helen. Una semana después, Helen tuvo una revisión rutinaria en la clínica.

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Nada serio. Sólo el tipo de visita a la que siempre había ido acompañada. Lisa se había ofrecido inmediatamente. “Yo te llevo, mamá. No te preocupes por nada” Helen había sonreído. Se sentía bien que la cuidaran por una vez, que su hija se interesara por ella. La mañana amaneció clara y tranquila. Helen esperaba en la mesa de la cocina, con el abrigo bien doblado y el bolso en el regazo.

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Pasaron las ocho y media. Luego las nueve. Se sirvió una taza de té para pasar el tiempo. A las nueve y cuarenta y cinco, sonó su teléfono. Lo siento, mamá. Ha surgido algo. ¿Puedes irte sin mí? Eso fue todo. Ninguna llamada, ninguna pregunta sobre cómo se sentía. Helen se quedó mirando el mensaje, con el pulgar sobre el teclado.

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Escribió Por supuesto, cuídate y lo borró. Acabó por no enviar nada. El vestíbulo del hospital estaba más frío de lo que recordaba. Se sentó en la sala de espera, con las manos entrelazadas sobre el regazo y un fuerte olor a desinfectante en el aire. Una enfermera la llamó por su nombre y ella la siguió, con los zapatos chirriando contra las baldosas.

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Cuando llegó a casa aquella tarde, el silencio de la casa la oprimía como la niebla. Lisa no había llamado. Ni siquiera para preguntarle cómo le había ido. Helen calentó un poco de sopa y se sentó junto a la ventana a ver pasar los coches. Se dijo que Lisa estaba ocupada, como siempre. Pero a medida que pasaban las horas, no podía quitarse de la cabeza la sensación de que “ocupada” se había convertido en una excusa demasiado dilatada.

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Los días siguientes se sucedieron los mensajes a medias, ninguno más largo que una o dos líneas. Cuando Lisa hablaba con ella en persona, se mostraba educada pero distraída, con los ojos desviados hacia su teléfono en mitad de la conversación. Helen empezó a preguntarse si había hecho algo mal, si tal vez había dicho algo descuidado o había sonado demasiado crítica la última vez que hablaron.

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Esa incertidumbre la acompañó durante la noche, mucho después de que se apagaran las luces. No podía decir qué había cambiado, sólo que había cambiado. Y por primera vez en años, la estabilidad en torno a la que había construido su vida empezó a parecerle frágil. El fin de semana, Helen se había convencido de que las cosas se arreglarían.

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Las familias discutían, pasaban por fases, perdían el ritmo. Pero eso no significaba que el amor hubiera desaparecido. Decidió hacer lo que siempre hacía cuando le fallaban las palabras: cocinar. Se acercaba el cumpleaños de Jake y quería que fuera perfecto. Nada lujoso, sólo cálido y familiar, el tipo de día que los niños recordarían.

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Pasó la mañana del sábado en el mercado, tarareando para sí misma mientras elegía fresas, nata fresca y virutas de chocolate. A Emma le encantaban las primeras, a Jake las últimas. Para Lisa compró zumo de naranja y un pequeño ramo de tulipanes amarillos. Por la tarde, la casa estaba llena de movimiento.

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Las serpentinas colgaban de la ventana de la cocina, los buenos platos relucían sobre la mesa y el aroma a vainilla y canela llenaba el aire. Helen incluso apartó unas cuantas velas de más, pensando que tal vez Lisa se reiría de ello: “Siempre te pasas, mamá” Al caer la tarde, envió un mensaje de texto: “¡Tengo todo listo para mañana!

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¿Las llevas a las ocho? Haré tortitas, y Jake puede ayudar a escarchar la tarta después del colegio” Esperaba un emoticono de corazón o un breve “Lo haré” En lugar de eso, el mensaje quedó sin leer. Cuando se fue a la cama, aún no había respuesta. Intentó olvidarlo. Tal vez Lisa se había dormido temprano, tal vez su teléfono había muerto.

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Pero cuando Helen se despertó al amanecer, volvió a comprobarlo antes incluso de que sus pies tocaran el suelo. Seguía sin haber nada. Se dedicó a preparar la mesa con servilletas brillantes, a echar sirope en un cuenco de cristal y a calentar la sartén para las tortitas. El reloj marcaba las ocho. Luego las ocho y media. Intentó llamar. No contestó. Luego a David. Saltó el buzón de voz.

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“Hola, soy mamá”, dijo, forzando la calma en su voz. “Sólo quería saber si todo estaba bien. He preparado el desayuno para los niños. Llámame cuando puedas” El silencio posterior fue largo y pesado. Volvió a doblar las servilletas para tener algo que hacer. A las diez, se paseaba entre la cocina y la ventana. Pasó un coche. Luego otro.

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Su teléfono zumbó de repente y sintió alivio en el pecho. Hasta que leyó el mensaje. Hoy los niños están ocupados con el colegio. Te avisaremos cuando volvamos a necesitarte. Lo leyó dos veces y su mente trató de convertir las palabras en algo menos cruel. Cuando volvamos a necesitarte.

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Ni “hasta pronto”, ni “gracias”, sólo eso, como si fuera un servicio al que recurrir. Se le secó la garganta. Ella escribió: “Oh, está bien. Sólo quería asegurarme de que todo el mundo estaba bien, y lo envió antes de pensárselo demasiado. El mensaje fue marcado como entregado, y luego nada. Fuera, los tulipanes de la encimera habían empezado a caer, sus pétalos amarillos se curvaban hacia dentro.

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Helen apagó el fuego y cubrió las tortitas con una toalla. El aire olía dulce y mal, como una celebración pasada de moda. Aquella noche se quedó despierta, mirando al techo. Quizá Lisa estaba ocupada de verdad. Quizá llamaría mañana. Pero en el fondo, una vocecita le susurró el pensamiento que no quería nombrar: que no se trataba de estar ocupada.

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Se trataba de ser olvidada. Los días posteriores al cumpleaños de Jake transcurrieron en un extraño silencio. Helen intentó llenarlos con pequeñas cosas, regando las plantas, doblando dos veces la misma colada, poniendo la mesa aunque no viniera nadie. Se decía a sí misma que Lisa debía de estar ocupada, que probablemente los niños tenían programas extraescolares.

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Pero cuanto más tiempo permanecía inmóvil su teléfono, más se debilitaban esas excusas. El martes por la tarde, estaba limpiando el polvo cerca del pasillo cuando notó algo fuera de lugar. Un bolso de cuero familiar colgado del perchero. El bolso de Lisa. El mismo que llevaba a todas partes, colgado del hombro como un accesorio permanente. Helen frunció el ceño. No se había dado cuenta antes.

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Permaneció allí un largo rato, insegura de si tocarlo o no. No estaba bien revisar las cosas de su hija. Pero había sido una semana de silencio. Seguramente, razonó, si podía decirle dónde estaban, o si estaban bien, era razón suficiente. Desabrochó el cierre y lo abrió.

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Dentro había lo normal: un pequeño cuaderno, un paquete de pañuelos de papel, los recibos de la compra. Nada alarmante. Exhaló, una mezcla de alivio y culpa. Pero al hurgar más, sus dedos rozaron un papel brillante. Lo sacó. Era un folleto inmobiliario. Las letras brillantes de la parte superior decían: “Nuevos comienzos. Barrios tranquilos. Espacio para crecer”

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La foto mostraba una moderna casa adosada con paredes blancas y un seto recortado delante, el tipo de lugar que Lisa siempre decía que le gustaría “algún día” Helen le dio la vuelta, buscando detalles. La fecha impresa en la esquina era reciente, de hacía sólo dos semanas. Se le aceleró el pulso. ¿Había estado Lisa mirando casas? ¿Sin decírselo?

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Se sentó pesadamente, con el folleto temblándole en las manos. Quizá no fuera nada, se dijo. Quizá lo habían cogido por casualidad. Pero la idea no la abandonaba. El silencio, los mensajes sin leer, las tortitas sin tocar, y ahora esto. “¿Qué estás planeando, Lisa?”, susurró. El frigorífico zumbaba silenciosamente detrás de ella.

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Aquella noche, Helen apenas durmió. Dejó el folleto en la mesilla de noche, con su alegre letra provocándola cada vez que se daba la vuelta. Cada pocos minutos, lo giraba entre sus manos, esperando encontrar una dirección, una nota, cualquier cosa que explicara lo que estaba ocurriendo. No había nada. Sólo un sonriente agente inmobiliario que prometía “un nuevo comienzo”

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Cuando amaneció, la preocupación de Helen se convirtió en algo más pesado, la sensación de que la estaban dejando atrás. Por la mañana, Helen decidió que no podía soportar más las conjeturas. Si Lisa no llamaba, iría a verlo por sí misma. Se dijo a sí misma que sólo iba a dejar la bolsa y nada más. Pero cuando se la pasó por el brazo, sintió el temblor en los dedos.

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El trayecto hasta la casa de Lisa fue silencioso, excepto por el sonido de los limpiaparabrisas rozando una fina llovizna. Cuando giró hacia su calle, la vista de la entrada vacía le hizo sentir una oleada de inquietud en el pecho. Aparcó y salió, agarrando el bolso como un salvavidas. Las persianas estaban cerradas. El porche parecía vacío. Llamó una vez, luego otra, más fuerte.

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“¿Lisa? Soy yo.” Silencio. Tocó el timbre y esperó. El timbre hueco resonó en la casa inmóvil. Helen se inclinó hacia la ventana, entrecerrando los ojos a través de un estrecho hueco en la cortina. La cocina estaba impecable, demasiado impecable. No había platos en el fregadero. No había fiambreras ni mochilas junto a la encimera. Ni siquiera estaban las fotos familiares que solían adornar la pared.

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Se le encogió el corazón. Avanzó por el lateral de la casa y miró por la ventana del salón. Había cajas de cartón apiladas ordenadamente en un rincón. Su mano apretó la bolsa. ¿Se habían mudado? ¿Sin decir nada? El teléfono le pesaba en la palma de la mano. Llamó a Lisa y le saltó el buzón de voz. Luego a David, otra vez el buzón de voz. El sonido le revolvió el estómago.

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Helen se quedó un momento en silencio, sintiendo que el pánico se apoderaba de ella. Se volvió hacia la calle justo cuando la señora Patel, desde el otro lado de la calle, saludaba desde su manguera de jardín. “¡Buenos días, Helen!” Helen forzó una sonrisa. “Buenos días. ¿Has visto a Lisa o a los niños últimamente?” La señora Patel ladeó la cabeza, pensativa.

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“Ah, sí. El fin de semana pasado, creo. Se fueron el sábado por la mañana temprano con mucho equipaje. Dijeron que se iban de viaje. Parecía que necesitaban un descanso” A Helen se le hizo un nudo en la garganta. “¿Un viaje?” La señora Patel asintió alegremente. “Eso es lo que dijeron. Me imaginé que lo sabías, parecían un poco apurados” Helen intentó sonreír, aunque sentía la cara de madera.

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“Sí, debí de olvidarlo”, murmuró. Mientras se volvía hacia su coche, el mundo parecía difuminarse un poco. Un viaje, pensó insensiblemente. ¿Por qué no se lo había dicho Lisa? ¿Por qué ni siquiera un mensaje de texto? Cuando llegó a casa, su preocupación se había convertido en dudas.

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Repasó cada conversación, cada pequeño momento de tensión. El día del jarrón, la mirada de Lisa, el tono frío de su voz. Quizá había ido demasiado lejos. Tal vez fuera culpa suya. Aquella noche, se sentó a la mesa de la cocina con el folleto aún junto a su taza de té. La casa estaba en silencio, salvo por el débil tic-tac del reloj.

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“¿He sido yo?”, susurró. Pero el aire, como la casa, no tenía respuesta. Aquella noche, la casa parecía contener la respiración. El silencio ya no era pacífico, era espeso, antinatural, un silencio que tenía peso. Helen estaba sentada a la mesa de la cocina, con el folleto inmobiliario abierto junto a su taza de té frío.

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La foto sonriente de la nueva casa le devolvía la mirada, brillante y vacía. No dejaba de pensar en la palabra impresa en negrita en la parte superior: Nuevos comienzos. Le temblaban los dedos al trazar las letras y la mente le daba vueltas. Quizá era demasiado controlador. Tal vez el incidente del jarrón la alteró más de lo que pensaba.

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Quizá me he convertido en la clase de madre de la que la gente se aleja. El pensamiento se hundió como una piedra en su pecho. Se llevó la mano a la boca y susurró al vacío: “Sólo intentaba ayudar”

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Pero cuanto más tiempo pasaba allí sentada, más se agudizaba la tristeza. Su mirada se dirigió al reloj, que marcaba las horas sobre la estufa. El mismo reloj que había medido cada mañana de colegio, cada cuento a la hora de dormir, cada vez que lo había dejado todo para estar allí cuando Lisa llamaba.

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Siempre estaba a su lado, pensó con amargura. Cada vez que me necesitaba. Cada vez que llegaba tarde. Cada cita con el médico, cada proyecto escolar, cada fiambrera olvidada. ¿Y así es como me tratan?

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Su pecho subía y bajaba más rápido. “¿Desapareces durante días, no contestas al teléfono y luego… te vas sin decir nada?” Su voz se quebró, pero no se detuvo. “No. Esta vez no Se levantó bruscamente, empujando la silla hacia atrás con un rasguño. El sonido era demasiado fuerte en la cocina, pero la tranquilizó de alguna manera. “No más esperas junto al teléfono”, dijo en voz baja. “Se acabaron las conveniencias”

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Y entonces sonó el teléfono. El sonido la sobresaltó. Se quedó paralizada, con el pulso retumbándole en los oídos. Por un momento no se movió y vio el nombre en la pantalla: Lisa. Se le hizo un nudo en la garganta. Respondió. “¿Lisa?” La voz le salió más baja de lo que pretendía. “¿Dónde estás? ¿Dónde estás? He estado…”

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“Mamá,” Lisa interrumpió, su tono plano, casi casual. “Relájate, ¿vale? Estamos bien. Acabamos de volver de vacaciones. Los niños están agotados, y David y yo estamos completamente exhaustos. Necesitamos unos días para descansar y ponernos al día con el trabajo. ¿Puedes quedarte con los niños un rato?” Helen parpadeó, estupefacta. “¿Vacaciones?”, repitió.

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“Desapareciste durante casi dos semanas sin decir una palabra, ¿y ahora quieres que vuelva a dejarlo todo?” Lisa suspiró, un suspiro teñido de irritación. “Mamá, por favor. No necesito un sermón. Sólo necesito ayuda. Eres mi madre. Se supone que tienes que estar ahí” Algo en Helen se quebró. Su voz salió calmada pero bordeada de acero. “Yo estaba allí. En todo.

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En cada recogida tardía, en cada noche que no podías cocinar, en cada momento que necesitabas a alguien que lo mantuviera todo unido. Pero sólo te acuerdas de mí cuando te conviene, Lisa” Hubo una pausa en la línea, lo bastante larga como para que Helen pudiera oír la respiración entrecortada de Lisa. “Mamá…” Lisa empezó, con voz insegura.

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“No”, cortó Helen, con la voz temblorosa ahora, pero firme por la convicción. “No se trata de unas vacaciones. Es una venganza por todos los años de abandono. Por tratarme como ayuda y no como familia. Quiero a esos niños, pero no puedes desaparecer y volver como si nada” Por una vez, Lisa no tuvo respuesta. Sólo silencio.

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Entonces, en voz baja: “Está bien”, dijo. “Si eso es lo que sientes” La línea se cortó. Helen permaneció sentada durante largo rato, mientras el tono de llamada se perdía en el zumbido de la casa. Colocó el teléfono boca abajo sobre la mesa, con su reflejo mirándola débilmente desde la pantalla oscura. Por una vez, no lloró. Se limitó a susurrar a la habitación vacía: “Esto se acabó”

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Los días siguientes fueron tranquilos, casi inquietantes. El silencio que antes la hería ahora empezaba a sentirse… limpio. Helen se levantaba temprano, se preparaba el café y leía junto a la ventana en lugar de esperar el sonido de un coche en la entrada. El dolor de la costumbre persistía, el reflejo de mirar el teléfono, la necesidad de planificar comidas para unas manos pequeñas que no llegaban, pero ya no luchaba contra ello.

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A la segunda semana, la casa empezó a parecerle suya de nuevo. Aireó la habitación de invitados, lavó las sábanas de los niños y las guardó ordenadamente en el armario. Trasplantó su helecho moribundo. Incluso arregló la bisagra suelta de la puerta de la despensa que David había prometido arreglar hacía meses.

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Cada pequeña tarea era como recuperar una parte de sí misma que no se había dado cuenta de que había estado regalando. A veces, en las tranquilas tardes, se sorprendía a sí misma pensando en Lisa. La voz apresurada en el teléfono, los asentimientos distraídos, las promesas olvidadas. Había habido tantos pequeños momentos que ahora encajaban demasiado bien.

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La forma en que la gratitud de Lisa había empezado a sonar más como una expectativa. “Siempre estuve ahí”, dijo Helen una vez en voz alta, las palabras extrañas pero satisfactorias. Ya no estaba enfadada, no exactamente. Sólo… despierta. Aun así, cuando sonaba su teléfono, el corazón le daba un vuelco. Lo comprobaba, medio esperando, medio temiendo.

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Normalmente no era nada. Una alerta bancaria. Una confirmación de entrega. La ausencia del nombre de Lisa se convirtió en su propia presencia. Entonces, una tarde gris, por fin apareció. El teléfono sonó tan de repente que a Helen casi se le cae la taza que tenía en la mano. La cogió, con el pulso ya acelerado. “¿Mamá?” La voz de Lisa era temblorosa, sin aliento, con los bordes deshilachados por el pánico.

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Detrás de ella, Helen oía el eco de voces, pasos apresurados, el débil y constante parpadeo de un monitor. “¿Lisa? ¿Qué ocurre? Preguntó Helen, ya de pie. “Estamos en el County General”, dijo Lisa rápidamente. “Los niños. Están muy enfermos. No pueden retener nada, tienen la fiebre por las nubes. Lo he intentado todo. No sé qué hacer, mamá”

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A Helen se le apretó el pecho. “¿Están conscientes? “Siguen entrando y saliendo”, se quebró la voz de Lisa. “David está fuera de la ciudad. Sigue llamando, pero también tiene pánico. Llevo aquí toda la noche” Helen no esperó a pensar. “Ya voy”, dijo, ya metiéndose en el abrigo. “Mamá”, susurró Lisa, con la voz quebrada. “No sabía a quién más llamar”

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“Hiciste lo correcto”, dijo Helen en voz baja, firme pero pálida mientras cogía las llaves. “Quédate con ellos. Voy para allá” Condujo bajo la lluvia como quien se mueve en un sueño, los faros cortando la niebla, los limpiaparabrisas golpeando. Cada semáforo en rojo le resultaba insoportable. Su mente se agitaba: ¿Y si es grave? ¿Y si llega demasiado tarde?

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Pero entre el miedo había algo más silencioso, más antiguo. El dolor de volver a sentirse necesitada. Cuando por fin cruzó las puertas del hospital, el aire antiséptico la golpeó con fuerza. Lisa estaba en la sala de espera, pálida y ojerosa, con los dedos apretados alrededor de un pañuelo húmedo. “Están ahí dentro”, dijo Lisa en cuanto la vio.

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“El médico cree que es una infección de estómago, pero aún no está seguro. Les están dando líquidos” Helen le puso una mano en el hombro. “Vamos.” Dentro, la pequeña habitación del hospital zumbaba con la suave maquinaria de la preocupación. La piel de Emma brillaba por la fiebre, su respiración era superficial. Jake se agitaba débilmente a su lado.

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Helen se movió instintivamente, comprobando sus frentes, ajustando las mantas, hablando en voz baja con la enfermera. Lisa estaba junto a la pared, temblando. “Lo he estropeado todo”, dijo con la voz entrecortada. “Creía que podía con todo. El trabajo, los niños, la casa, pero no lo vi venir. Debería haber pedido ayuda. Debería haberte llamado antes”

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Helen no habló de inmediato. Sirvió té de su termo en una taza y se la dio. “Bebe”, dijo suavemente. “No les harás ningún bien si te desmayas” A Lisa le temblaron las manos al cogerla. “Me he portado fatal contigo”, susurró. “Cuando nos fuimos… cuando no te lo dijimos… no fue justo. Siempre has estado ahí para mí, y yo lo traté como si no importara”

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Helen suspiró, con los ojos fijos en los niños. “Querías espacio”, dijo en voz baja. “Pero olvidaste el respeto por el camino” “Lo sé”, dijo Lisa, con los ojos desorbitados. “No te merezco” Helen miró a su hija durante un largo momento. “No tienes por qué merecerme. Pero sí tienes que recordar que no estoy aquí para que me des por sentada”

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El silencio entre ellas perduró. Frágil, pero ya no frío. La cortina crujió al entrar el médico. “Buenas noticias”, dijo con una sonrisa tranquilizadora. “Están respondiendo al tratamiento. Los fluidos están ayudando. Puede llevárselos a casa hoy mismo” Lisa soltó un suspiro tembloroso y se llevó las manos a la cara. “Gracias a Dios

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Helen apartó un pelo de la frente de Emma y sonrió débilmente. “Les devolveremos la fuerza enseguida”, dijo en voz baja. Luego miró a Lisa, cambiando de tono. “Pero sólo si no piensas marcharte” Lisa parpadeó, sobresaltada.

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“¿Mudarme?” Helen metió la mano en el bolso y sacó el folleto inmobiliario doblado. “Lo encontré en tu bolso. No lo estaba buscando, pero… estaba ahí” Lisa lo miró con los ojos muy abiertos. “Oh, mamá… no. Era David.

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Llevaba meses dándole vueltas a la idea, cuando el trabajo era duro. No vamos a ninguna parte. Lo juro” Helen estudió su rostro por un momento, luego asintió lentamente. El alivio llegó silenciosamente, aflojando sus hombros.

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“Bien”, dijo. “Porque sólo podré curarlas si sé dónde encontrarlas” Lisa soltó una carcajada suave y lacrimógena, la primera en semanas. “Siempre sabrás dónde encontrarnos, mamá” Helen sonrió, pequeña pero real.

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“Eso es todo lo que necesitaba oír” Fuera, la tormenta había amainado. El sol se abría paso en finas franjas doradas sobre el pavimento mojado. Cuando salieron juntas, el aire olía a lluvia y a mañana.

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Por primera vez en mucho tiempo, el silencio entre ellos no estaba lleno de culpa o distancia. Era algo más sencillo, algo casi nuevo. “Llevemos a estos dos a casa”, dijo Helen en voz baja. Y para ambos, esta vez, casa significaba lo mismo.

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