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Alan se movía lentamente por su dormitorio, mullendo las almohadas y saboreando el raro lujo de meterse en la cama temprano por la noche. Con la tormenta de nieve que se avecinaba, el anciano se contentaba con acurrucarse y dormir a pierna suelta, seguro y calentito.

Justo cuando estaba a punto de acomodarse en su cama recién hecha, sonó el timbre de la puerta, sobresaltándole. “¿Quién será a estas horas?”, refunfuñó, arrastrando los pies escaleras abajo. Al abrir la puerta, encontró a su joven vecina, con el rostro pálido y ansioso.

“Sr. Rogers, hay un gato en su jardín. Debe de estar helado”, dijo la dulce muchacha, con la voz teñida de urgencia. Alan le dio las gracias y fue a ver cómo estaba el gato. Pero a medida que se acercaba, sus pasos vacilaban y su rostro palidecía; había algo escalofriante oculto bajo la barriga del gato.

Alan había pasado toda su vida en el tranquilo pueblo de Berkshire, un lugar que albergaba todos sus recuerdos. Nació y creció aquí, conoció y se casó con su bella esposa Helen, y juntos compartieron 35 años en esta misma casa, construyendo una vida que una vez se sintió inquebrantable.

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Pero ese capítulo había terminado hacía mucho tiempo. Sin Helen desde hacía más de una década, Alan se había acostumbrado a la soledad, llenando sus días de rutina y tareas, con el silencioso zumbido del reloj como única compañía.

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A los 75 años, seguía siendo decididamente independiente, cortando el césped y manteniendo la casa en orden, aunque el peso de la soledad persistía en cada rincón. El invierno, sin embargo, era diferente. El frío roía sus viejos huesos y cada ráfaga de viento le recordaba su fragilidad.

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Ante la inminencia de una tormenta de nieve, advertida por las autoridades locales, Alan se apresuró a realizar sus tareas, deseoso de refugiarse en el santuario de su cama, lejos del frío sigiloso y de la soledad que siempre se sentía en el frío.

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Alan estaba a punto de meterse en la cama cuando sonó el timbre de la puerta, interrumpiendo el silencio de la noche. Suspiró y sintió un dolor en las articulaciones mientras se dirigía a la puerta. Allí estaba la niña de al lado, con el aliento empañado por el aire helado.

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“Sr. Rogers, hay un gato en su jardín”, dijo con voz preocupada. “Lleva ahí desde por la mañana y me temo que se va a congelar” Alan parpadeó. ¿Un gato? ¿En su jardín? No había oído ni un solo ruido en todo el día, pero el miedo de la chica era inconfundible.

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Alan, aunque desconcertado, asintió y le dio las gracias. Cerró la puerta y sintió un escalofrío en los huesos mientras se preparaba para el frío. Se puso el abrigo más grueso, la bufanda y los guantes y se preparó para la embestida de aire gélido.

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El frío le golpeó como un puñetazo, el viento arañó sus capas y se filtró en sus articulaciones. Cada paso era un esfuerzo, su aliento se escapaba en ráfagas neblinosas mientras caminaba hacia el patio trasero.

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Al acercarse al patio, Alan vio al gato, acurrucado en un ovillo cerca de la valla. Su pelaje estaba enmarañado y sucio, y apenas se distinguía del suelo nevado. Se acercó, con el corazón acelerado por una mezcla de preocupación y precaución.

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El gato estaba inmóvil, podría confundirse con un muerto si no fuera por los extraños sonidos que provenían de él. Pero cuando extendió la mano, el gato levantó la cabeza, con los ojos desorbitados. El felino emitió un siseo profundo y amenazador, mostrando los dientes en un gruñido que congeló a Alan.

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La hostilidad en los ojos del animal era inconfundible: una mirada feroz e inflexible que le produjo un escalofrío. A Alan se le aceleró el pulso, recordándole lo vulnerable que era en aquel momento. No podía arriesgarse a que le hicieran daño.

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Un mordisco o un zarpazo de un gato salvaje podrían ser fatales para él. Alan dudó, el instinto de ayudar chocaba con el peligro evidente y presente. Se dio la vuelta y volvió a entrar, con la respiración agitada.

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Alan cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella, con la mente acelerada. No podía dejar al gato a la intemperie, con el frío que hacía, pero la amenaza de un mordisco o algo peor se cernía sobre sus pensamientos.

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Si se hacía daño, ¿quién estaría allí para ayudarle? Estaba solo, sin nadie que cuidara de él si las cosas iban mal. La perspectiva de una mala caída o una mordedura grave era más que dolorosa: podía ser catastrófica.

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Se quedó mirando por la ventana, observando cómo empezaban a caer los primeros copos de nieve, ligeros al principio, pero con un ritmo constante y deliberado. La visión le encogió el corazón. Sabía que la tormenta no haría más que empeorar y que el gato no tendría ninguna oportunidad en medio del frío.

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La idea de que muriera congelado le atormentaba, apretándole el nudo de ansiedad en el pecho. No podía permitirlo. Decidido a no dejarse dominar por el miedo, Alan se vistió de nuevo y se puso más ropa.

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Otro jersey, una bufanda más gruesa e incluso un par de viejos guantes de jardinería con la esperanza de que le protegieran. Se sentía voluminoso y rígido, inseguro del resultado de esta batalla. Pero no podía quedarse de brazos cruzados.

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Alan salió una vez más, con el frío escociéndole en la cara mientras se dirigía al patio trasero. Esta vez avanzó despacio, con cautela, manteniendo las distancias. El gato seguía allí, con el cuerpo acurrucado en actitud protectora.

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A medida que se acercaba, Alan notó que la postura del gato era menos agresiva y más defensiva. El silbido de antes parecía haberse convertido en un maullido bajo, un sonido que dejaba entrever algo más que hostilidad.

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No trataba de amenazarle, sino de proteger algo. La curiosidad le aceleró el pulso. ¿Qué estaría ocultando? Alan respiró hondo y se acercó, hablando en voz baja para calmar al gato. “Tranquilo… No he venido a hacerte daño”, murmuró, con voz suave pero firme.

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Los ojos del gato siguieron todos sus movimientos, pero esta vez no siseó. En lugar de eso, se movió ligeramente, mostrando algo oculto bajo el vientre. El corazón de Alan palpitó con fuerza al oír unos sonidos débiles y extraños, suaves y apagados, desconocidos e inquietantes.

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El extraño sonido le produjo una oleada de temor. Lo primero que pensó Alan sobre el misterio de las criaturas ocultas fue en cachorros de oso. Vivía en la región de los osos y, en los inviernos más duros, era habitual que los osos invadieran los patios traseros de la gente. ¿Se había perdido un osezno y se había quedado atrapado en su jardín?

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Alan dio un paso atrás, los oseznos significaban que la mamá osa estaría cerca y él podría sufrir un ataque mortal si ella lo veía como una amenaza. Se apresuró a entrar, con la respiración agitada mientras buscaba a tientas su ordenador portátil. Tecleó una búsqueda frenética: Cómo deshacerse de los oseznos de su jardín de forma segura. Hizo clic en el primer vídeo que apareció, tratando de encontrar una solución a este extraño aprieto.

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Pero a medida que el vídeo se reproducía, los ojos de Alan volvían al gato que estaba fuera y a los sonidos apagados que sonaban en su mente. Entonces se dio cuenta de que los sonidos no coincidían. No eran en absoluto los quejidos agudos de los oseznos. Había algo diferente en ellos, algo que no encajaba.

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Su alivio momentáneo pronto fue sustituido por un miedo inquietante. ¿Qué ocultaba realmente el gato? La nieve se espesó y Alan sintió de nuevo el peso de la urgencia. Fuera lo que fuera, tenía que salvarlo antes de que llegara la tormenta.

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Alan se sentó junto a la ventana y la nevada se convirtió en una constante cortina blanca. Sentía una punzante sensación de impotencia, la urgencia de la situación pesaba sobre él. Sin saber qué hacer, cogió el teléfono y llamó a la protectora de animales local.

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La mujer al otro lado del teléfono le escuchó pacientemente, pero suspiró con pesar. “Lo siento, Sr. Rogers”, dijo con voz compungida. “Con la tormenta que está cayendo, nuestro equipo de rescate no puede salir hasta que amaine. Ahora mismo es demasiado peligroso”

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Alan le dio las gracias y colgó con el corazón encogido. La nieve caía más deprisa, más espesa, y el frío penetraba por todas las grietas y hendiduras de su vieja casa. Miró al gato, que seguía encorvado sobre su tesoro escondido.

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No había tiempo que perder; la tormenta no haría más que empeorar, y el gato, junto con lo que fuera que estuviera protegiendo, no aguantaría la noche en condiciones tan brutales. La idea de que se congelaran allí fuera le inquietaba profundamente.

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Alan sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Volvió a abrigarse y su determinación pudo más que el miedo. Caminó penosamente por la nieve hasta el cobertizo de su patio trasero, con el viento azotándole la cara mientras rebuscaba entre sus herramientas y provisiones.

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Necesitaba algo, cualquier cosa, que pudiera atraer al gato sin provocarlo. En su mente se arremolinaban ideas descabelladas mientras escudriñaba los estantes desordenados. Sus ojos se posaron entonces en una vieja varita de plumas que había pertenecido al gato de un vecino años atrás.

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Pensó brevemente en lanzárselo para distraerlo, creyendo que despertaría su curiosidad o le haría jugar. Pero el juguete era frágil por el paso del tiempo y temía que el gato lo viera como una amenaza o incluso lo ignorara por completo.

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Mientras miraba una manguera de jardín enrollada, se le ocurrió otro plan a medias. ¿Y si rociaba el suelo cerca del gato para hacerlo retroceder? Pero la idea de convertir el agua en parches helados le hizo recapacitar rápidamente.

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Lo último que necesitaba era crear un peligro resbaladizo con el frío que hacía. Alan sentía que la frustración iba en aumento. Cada idea parecía quedarse corta, ya fuera poco práctica o potencialmente perjudicial. La nieve caía con más fuerza, arremolinándose en ráfagas feroces que le escocían la piel.

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Cerró los ojos, respiró hondo y se estabilizó contra la creciente oleada de pánico. Tenía que haber una forma de hacerlo. Alan miró por la ventana, sintiendo el peso de la situación presionándole.

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Sabía que necesitaba un enfoque diferente. Volvió a mirar al gato, estudiando su pelaje enmarañado y su cuerpo delgado. El gato parecía frágil y débil, temblando sin control en el frío brutal. Una idea parpadeó en su mente: tal vez podría atraer al gato con comida.

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Alan se apresuró a entrar y se dirigió directamente al congelador. Cogió una bolsa de atún en lata, con la esperanza de que el tentador olor alejara al gato. Envolviéndose la mano en una manta gruesa para protegerse de posibles mordiscos, se dirigió rápidamente a la cocina, endureciendo su determinación a cada paso.

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Rebuscó en la despensa hasta que su mano se posó en la caja de atún. Rápidamente vació el contenido de la lata en un plato. El penetrante aroma del atún llenó rápidamente el aire, llenando de esperanza el ánimo de Alan. Recogió el plato con cuidado y se adentró en la gélida noche, desafiando a los elementos con renovada determinación.

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Cuando Alan se acercó al gato, se movió con deliberada lentitud para no asustarlo. Colocó el atún al alcance del gato, y el penetrante aroma flotó entre ellos. La nariz del gato se agitó al percibir el olor, pero permaneció en su sitio, con los ojos fijos en lo que tenía debajo.

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Sin inmutarse, Alan continuó dejando un rastro de atún, cada trozo conduciendo gradualmente hacia el cobertizo. Se movió metódicamente, con el aliento empañado en el aire, depositando un pescado tras otro hasta llegar a la entrada del cobertizo.

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Entonces, se retiró, con el corazón palpitante, para observar desde la seguridad de su hogar. Al asomarse por la ventana, la ansiedad de Alan alcanzó su punto álgido al observar al gato. No se había movido, seguía encorvado sobre su carga oculta. La duda lo corroía: ¿había vuelto a fallar?

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Los minutos se alargaban, y cada uno parecía una eternidad mientras la nieve se arremolinaba con más furia a su alrededor. Pero entonces, un pequeño movimiento llamó la atención de Alan. La cabeza del gato se levantó ligeramente, sus fosas nasales se abrieron mientras olfateaba el aire, el olor de las salchichas por fin le llegaba.

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Lentamente, con cautela, se acercó, impulsado por el hambre. Agarró el primer pescado, lo masticó con avidez y luego se detuvo, evaluando la situación. Poco a poco, el gato siguió el rastro, con movimientos cuidadosos y deliberados.

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Alan observaba con la respiración contenida, sintiendo una mezcla de alivio y tensión a medida que el gato comía cada trozo de atún. El animal parecía envalentonarse con cada bocado, el atractivo de la comida se imponía a su cautela inicial.

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Finalmente, el gato alcanzó el umbral del cobertizo. Funcionó El gato, acuciado por el hambre, se había alejado del lugar que tan ferozmente había vigilado. Alan exhaló, sintiendo un pequeño pero profundo alivio al ver que el gato alcanzaba el plato de atún que había en el cobertizo.

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Cuando el gato alcanzó el plato de pescado dentro del cobertizo, Alan se movió rápidamente, cerrando la puerta tras él para proteger al animal de la implacable nevada. Se detuvo un momento, con el corazón todavía acelerado, antes de volver su atención hacia lo que el gato había estado guardando con tanta fiereza.

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Alan se acercó al lugar con inquietud, mientras la nieve crujía bajo sus pies. Los débiles y extraños sonidos aún eran audibles, amortiguados y casi inquietantes en el silencio de la tormenta. Su mente se agitaba, cada paso le acercaba más a la respuesta.

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Se arrodilló, con la respiración entrecortada, mientras quitaba con cuidado la fina capa de nieve que cubría a las criaturas. Para su asombro, la criatura que estaba detrás de los extraños ruidos que habían asustado antes a Alan no era un gatito.

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Se trataba de dos pequeños cachorros con el pelaje enmarañado y mojado por el frío. Le miraron con ojos grandes y agitados, y sus pequeños y redondos cuerpos temblaron ligeramente. El corazón de Alan se hinchó de alivio y asombro.

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Con cuidado, Alan metió a los cachorros en una manta caliente y los acunó contra su pecho. Se apresuró a entrar, consciente de su delicado estado, y los colocó en una acogedora caja cerca de la chimenea, donde el calor los reanimaría.

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Rápidamente volvió a pensar en el pobre gato. Alan volvió al cobertizo, con la respiración entrecortada por el frío. El gato yacía desplomado en el suelo, con los ojos semicerrados y el cuerpo inmóvil; su anterior determinación había sido sustituida por el agotamiento más absoluto.

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A Alan se le aceleró el pulso; estaba claro que el gato había dado todo lo que tenía para proteger a los cachorros y ahora estaba al borde del colapso. Se arrodilló junto al gato y sus manos temblaron al comprobar suavemente si presentaba signos de vida. La respiración del gato era superficial, su cuerpo débil y sin respuesta.

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El frío intenso y el esfuerzo incesante habían hecho mella. A Alan le dolió el corazón al darse cuenta de que el estado del gato era terrible: había sacrificado tanto para mantener a salvo a los cachorros. El pánico amenazó con apoderarse de Alan mientras acariciaba el pelaje enmarañado del gato.

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No podía soportar la idea de perderlo ahora, después de todo lo que había hecho. Alan levantó con cuidado al gato, acunó su frágil forma en los brazos y lo llevó al interior, con la esperanza de que el calor de su hogar fuera suficiente para salvarlo.

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Alan colocó al gato cerca de la chimenea y lo envolvió en una gruesa manta. El calor del fuego llenaba la habitación, pero no parecía hacer mucho por el gato, cuya respiración seguía siendo agitada y superficial.

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Alan observó impotente cómo el estado del gato seguía empeorando; sus ojos, antes despiertos, apenas se abrían y parpadeaban con los más mínimos signos de vida. El miedo a perder al gato se apoderó de él, la idea de que muriera después de proteger valientemente a los cachorros era insoportable.

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Alan se paseaba por la habitación, buscando una solución. Sabía que el equipo de rescate no llegaría a tiempo, la tormenta se había encargado de ello. El tiempo corría y cada segundo que pasaba le recordaba lo crítica que se había vuelto la situación.

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Cogió el teléfono, le temblaban las manos y llamó a su amigo, el veterinario local. “Tienes que ayudarme, por favor”, suplicó Alan. El veterinario, consciente de la gravedad de la situación, respondió de inmediato. “Trae al gato, Alan. Lo prepararé todo”, respondió.

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Decidido, Alan envolvió al gato una vez más, con cuidado de proteger su frágil cuerpo del frío cortante. Lo llevó hasta su camioneta, sintiendo cada paso pesado mientras el viento aullaba a su alrededor y los copos de nieve le picaban en la cara.

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Alan se apresuró a recoger a los cachorros y a envolver al gato en la manta, cuyo frágil cuerpo aún temblaba. Alan se apresuró a salir, luchando contra el viento feroz mientras los colocaba en su coche, asegurándolos con cuidado en el asiento del copiloto.

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Apenas tuvo tiempo de cerrar la puerta antes de que su bota chocara contra un trozo de hielo oculto. Sus piernas salieron volando y se estrelló contra el suelo con un golpe espantoso. El dolor fue instantáneo, cegador y eléctrico, y le atravesó la parte baja de la espalda como un cuchillo de fuego.

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Quedó aturdido, con la cara enterrada en la nieve, sin poder respirar por un momento. Cuando intentó moverse, una agonía al rojo vivo se apoderó de su columna vertebral. Algo iba mal. Muy mal. El gato apenas vivía, los cachorros temblaban en el asiento trasero, y él estaba destrozado, indefenso, abandonado por la tormenta.

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Gritó, pero el viento le arrancó el sonido de la garganta. “¡Socorro!”, volvió a gritar, ronco, frenético, pero era como gritar al vacío. La nieve se arremolinaba violentamente a su alrededor. Su teléfono -el único salvavidas- estaba bloqueado en el interior del coche, brillando débilmente en el salpicadero. A pocos metros. Pero inalcanzable.

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Se le llenaron los ojos de lágrimas, no de dolor, sino de una impotencia cruda y asfixiante. Si no se movía, el gato moriría. Y él también. Hizo fuerza con los codos, jadeando. Cada respiración era punzante. Cada nervio se rebelaba. Pero se arrastró hacia delante -un agonizante centímetro cada vez- porque tenía que hacerlo.

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Sus dedos arañaban la nieve y el fango. El frío le mordía, entumeciendo la carne y robándole fuerzas. Llegó a la puerta del coche y golpeó el picaporte con manos heladas. La puerta se abrió con un chirrido. Con un último tirón alimentado por la desesperación, se arrastró a través del umbral. Por fin estaba dentro.

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Alan se desplomó sobre los asientos, jadeando, gimiendo, mientras el dolor se agudizaba de nuevo. La vista se le nubló. El aliento del gato era ahora más débil, un pequeño soplo contra la manta. Buscó el teléfono a tientas, con las manos temblándole incontrolablemente. Marcó el número de emergencias. “Ruta 6… caída… gato… herido…” Su voz apenas era un susurro.

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Todo daba vueltas. La tormenta se tornó gris. Apoyó la cabeza en el volante, obligando a sus ojos a permanecer abiertos. “Todavía no”, murmuró. “Todavía no…” Su cuerpo suplicaba inconsciencia, pero su voluntad se aferraba al borde, negándose a soltarlo. Le necesitaban despierto. Sólo un poco más.

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Entonces, luces. Luces rojas intermitentes. El aullido de una sirena atravesó la noche. La puerta del coche se abrió de golpe. Apareció la cara de un paramédico, una ráfaga de movimiento y aire frío. Alan no podía levantar la cabeza. Apenas podía respirar. Pero movió una mano temblorosa hacia la manta. “Sálvelos”, ronroneó. “Por favor… sálvalos…”

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La oscuridad se apoderó de él. Cuando recobró el conocimiento, el mundo era demasiado blanco, demasiado brillante. Los monitores del hospital pitaban suavemente a su lado. Alan parpadeó, con la garganta seca, el dolor aún gritándole en la espalda. Una enfermera se inclinó hacia él con ojos amables. “Ya estás a salvo”, le dijo. Alan apenas consiguió hablar. “El gato… los cachorros…” Se le quebró la voz.

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“Están bien”, dijo ella con dulzura. “Ha venido el veterinario. Están vivos y mejor” Alan exhaló un suspiro que no sabía que había estado conteniendo. Cerró los ojos y las lágrimas le resbalaron por las sienes. Los había salvado. De algún modo. Contra la tormenta, contra su propio cuerpo destrozado, los había salvado. Eso era lo único que importaba.

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Cuando Alan recibió el alta del hospital, lo primero que hizo fue visitar al veterinario donde habían llevado a la gata y a los cachorros. A Alan se le encogió el corazón cuando vio al gato despierto, con los ojos ya no vidriosos, sino llenos de luz. En cuanto vio a Alan, el gato empezó a ronronear débilmente, se levantó y se acercó a él.

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Alan se arrodilló y acarició suavemente la cabeza del gato, que se inclinó hacia él y emitió un suave gemido. El gato le lamió la mano, con una gratitud y un afecto palpables. Los ojos de Alan se empañaron al darse cuenta de que el gato casi había sacrificado su vida por los cachorros.

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El veterinario se reunió con Alan y juntos organizaron el traslado de los cachorros a un refugio de animales. El veterinario aseguró a Alan que el refugio les proporcionaría los cuidados necesarios para recuperar su salud y luego les ayudaría con su adopción.

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En los días siguientes, Alan visitó con regularidad la consulta del veterinario para ver cómo estaba el gato, que poco a poco iba recuperando las fuerzas. En cada visita, el gato saludaba a Alan con energía renovada y pasaban tiempo juntos, la presencia de Alan era un consuelo constante para el animal que se estaba recuperando.

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El vínculo entre Alan y el gato se estrechaba cada día que pasaba. Alan, que antes dudaba en volver a abrir su corazón, sintió que se hinchaba con un renovado sentido de propósito y conexión. La valentía y la amabilidad del gato habían tocado la fibra sensible del anciano.

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Mientras el gato se recuperaba y se preparaba para recibir el alta, Alan supo que no podía separarse de él. Habló con el veterinario y le expresó su deseo de adoptarlo, y el veterinario apoyó su decisión de todo corazón. Alan firmó los papeles de adopción, sintiendo una alegría que no había conocido en años.

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Alan llamó al gato Scout, un homenaje a su espíritu vigilante y al valor que había demostrado. Scout se instaló en la casa de Alan como si siempre hubiera pertenecido a ella, y su presencia llenó de calidez y compañía la casa hasta entonces vacía.

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Alan y Scout se hicieron rápidamente inseparables. Alan sintió que se renovaba, que se abría un nuevo capítulo. La tormenta que antes le había parecido tan desalentadora, al final le había traído el mejor regalo: un amigo cariñoso y un compañero para él.

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