El bote dio un bandazo tan violento que Erik cayó de rodillas, con los nudillos blancos contra la barandilla lateral, mientras el frío rocío le golpeaba la cara. Por un instante, la embarcación pareció colgar de su borde, a punto de arrojarle al agua negra. Debajo de él, algo inmenso se movía con un propósito aterrador y el mar se agitaba a su paso.
Entonces llegó el sonido, bajo, constante, antinatural. Retumbó en la madera, en su pecho, más profundo que la llamada de cualquier ballena. Erik tiró de la cuerda de arranque con frenéticos tirones, pero el motor sólo tosió y se apagó. Otra marejada se levantó bajo él, elevando el esquife, inclinándolo tanto que sus botas se llenaron de agua de mar. Estaba seguro de que así acabaría todo.
Al tercer tirón, el motor rugió. Aceleró a fondo y el bote saltó hacia delante en la oscuridad, con el rocío quemándole los ojos. Detrás de él, el agua volvía a agitarse, como si algo le persiguiera bajo la superficie. Erik no miró atrás. Agarró el timón con manos temblorosas y condujo hacia las débiles luces del pueblo, convencido de que cada segundo podía ser el último.
Erik había estado en el agua desde que tenía uso de razón. Su padre le había enseñado a manejar un esquife antes incluso de que aprendiera a conducir, y ahora, a sus treinta años, la pesca era el único trabajo en el que confiaba para mantener la comida en la mesa. No era el hombre más rico del pueblo, pero era firme, práctico y conocido por poner los ojos en blanco ante los dramas.

El pueblo era pequeño: apenas trescientas personas vivían a lo largo de una costa azotada por la intemperie. Camiones oxidados bordeaban la carretera del puerto, los barcos se balanceaban contra sus amarras y el olor a gasóleo se mezclaba con la sal y las algas. No había mucho que hacer, salvo pescar, hablar de pesca o quejarse del precio del pescado en el mercado. Por eso el último rumor se había extendido tan rápido.
La gente juraba que había algo en el agua. Algo lo bastante grande como para hacer zozobrar los barcos, algo que ahuyentaba a los peces y dejaba las redes vacías. Nadie lo había visto claramente, por supuesto; siempre era “una sombra” o “una forma” o “algo enorme bajo el barco”

Las historias eran lo bastante consistentes como para hacer que los pescadores más precavidos se quedaran en tierra. Los pescadores siempre habían sido supersticiosos, y con razón; el mar era un trabajo peligroso, y un hombre que no respetaba sus misterios a menudo no volvía.
Erik no se lo creía. “Vamos”, les dijo a los chicos de la cafetería del puerto una mañana, sorbiendo café barato de un vaso de papel. “Si no hay peces, culpad a la sobrepesca o a las malas corrientes, no a los monstruos marinos. Esto no es una película” Un par de marineros jóvenes se rieron, pero los mayores se quedaron mirándole, poco convencidos.

Marta, que llevaba el mostrador de pescado en el mercado local, sacudió la cabeza cuando él se detuvo. “Sigue riéndote, Erik. El próximo serás tú” Lo dijo con la franqueza de quien ha visto demasiados accidentes en el mar. Él sonrió con satisfacción, se tocó el ala de la gorra y le dijo que le guardara un sitio en la mesa de hielo para la pesca de mañana.
La verdad era que el viaje de aquella mañana había ido bien. Más que bien, sus contenedores estaban llenos antes del mediodía. Regresó al puerto quemado por el sol y sonriente, llamando a todo el que le escuchaba: “¡Parece que el monstruo se ha olvidado de comerme!” Un par de adolescentes aplaudieron sarcásticamente, pero la mayoría miró hacia otro lado. El ambiente en tierra era demasiado pesado para bromas.

“No aparece durante el día”, murmuró Marta más tarde, cuando volvió a pasar por delante de su puesto. “Aparece cuando suena la campana de la iglesia por la noche. Fue entonces cuando Tomas perdió su equipo. Fue entonces cuando Anders dijo que sintió que algo tiraba de su remo”
Erik puso los ojos en blanco, pero sintió una punzada de inquietud. No porque la creyera, sino por lo cuidadosamente que lo había dicho, como si el propio mar pudiera estar escuchando. El orgullo no le permitía dejarlo ahí. Además, si todos los demás tenían miedo de pescar al atardecer, él tendría las aguas para él solo. Menos barcos significaba menos competencia, tal vez redes más llenas.

Su padre había muerto en una tormenta hacía años, y Erik había crecido sabiendo que el mar no necesitaba leyendas para matarte. Pero también sabía cómo manejarse: cómo mantener una embarcación estable en medio del oleaje, cómo leer una mancha oscura de agua antes de que se convirtiera en una ola. Confiaba en la habilidad, no en las historias.
Así que cuando llegó el crepúsculo, desató su esquife. La campana de la iglesia sonó sobre el pueblo, profunda y pesada. La mayoría de la gente cerró las puertas. Erik se limitó a ajustarse la correa del chaleco salvavidas, encender la luz de navegación y zarpar. El fueraborda tosió una vez y luego se estabilizó, llevándole a mar abierto.

El mar era extraño. No había gaviotas dando vueltas. La superficie parecía plana, casi artificial, como un estanque que se queda quieto antes de que alguien tire una piedra. Aflojó el acelerador y dejó que el motor zumbara suavemente. El silencio se hacía más intenso con cada metro que se alejaba.
Apagó el motor sobre la plataforma donde la corriente solía traer arenques. Su lámpara iluminaba un pálido círculo de agua en el que el plancton parpadeaba como estática. Las redes colgaban flojas. Nada se movía. Entonces el esquife se sacudió. No por la picada, sino por algo que tocó el barco por todas partes a la vez: el casco, el motor, incluso sus botas.

Una leve vibración recorrió la madera y se le metió en los huesos. Se preparó, se agachó y se inclinó sobre la borda. Una enorme sombra se proyectó bajo él. Era demasiado limpia, demasiado precisa, ni el bulto de una ballena ni el aleteo de una raya.
El esquife se tambaleó, el agua se acumuló en una marejada sin viento. Durante un aterrador segundo, creyó que iba a volcar. Después, la embarcación se hundió con un traqueteo y las aguas volvieron a ser tranquilas.

La sombra se deslizó bajo el esquife y, en un instante, el mundo se inclinó. La embarcación se tambaleó violentamente y un lado se levantó como si unas manos invisibles estuvieran empujándola. Erik se arrodilló, se agarró con ambas manos a la borda y luchó por cambiar de peso. Un chorro de agua fría le azotó la cara. Por un momento, estuvo seguro de que se hundía.
“Mantente erguido”, murmuró con los dientes apretados, aunque las palabras parecían más una plegaria que una orden. El casco volvió a temblar, esta vez con más fuerza, y la linterna se descolgó de su gancho, balanceándose como una loca. Se abalanzó sobre el timón, pero el motor fueraborda se había apagado, dejándolo a la deriva e indefenso.

El pánico se apoderó de él. Tiró de la cuerda de arranque una, dos, tres veces, y cada tirón le desgarró el hombro. El motor tosió, se detuvo un segundo y luego se apagó. Miró por encima de la borda, esperando ver dientes o una masa de carne, pero sólo se veía el brillo negro del agua y el leve rastro de un bulto moviéndose por debajo.
“Vamos, vamos”, siseó, volviendo a tirar de la cuerda. El esquife se balanceó violentamente al levantarse otra marejada, sin viento, sin motivo, sólo algo enorme moviéndose en las profundidades. La embarcación se balanceó tanto que el agua salpicó la borda y le empapó las botas. El corazón le dio un vuelco. Si se inclinaba, estaba acabado.

Por fin, el motor arrancó. Con un rugido ensordecedor, volvió a la vida, enviando vibraciones a través del casco. Erik abrió de golpe el acelerador y el esquife saltó hacia delante, con la proa cortando la oscuridad. Detrás de él, el agua volvía a subir, un oleaje que se curvaba de forma antinatural, como si algo lo siguiera justo debajo de la superficie. No se atrevió a mirar atrás.
Las luces del pueblo parpadeaban en el horizonte. Le dolían las manos de tanto agarrar el timón para dirigir la embarcación, y cada sacudida del esquife le parecía el comienzo de otro golpe. Mantenía apretado el acelerador, el motor chirriaba y la pequeña embarcación temblaba como si fuera a hacerse pedazos.

El muelle se acercaba, pero Erik no aminoró la marcha. Apagó el motor sólo cuando los bajíos se agitaron bajo él, costeando con fuerza hasta que el casco se apoyó contra la playa. No se molestó en amarrar la barca. Saltó por la borda, tropezó con la arena mojada y corrió hacia la playa.
Sólo cuando le fallaron las piernas se desplomó de bruces en la arena, con los pulmones agitados como fuelles. Rodó sobre su espalda, mirando al cielo nocturno, con la sal escociéndole en los ojos. Su cuerpo temblaba sin control, la adrenalina seguía ardiendo en sus venas.

El mar estaba en calma detrás de él, engañosamente tranquilo. Ninguna sombra, ninguna estela, nada que demostrara lo que acababa de vivir. Si alguien lo hubiera visto, pensaría que estaba borracho, tambaleándose desde su barco y cayendo como un tonto. Pero Erik sabía lo que había sentido. Algo inmenso había pasado por debajo de él y, por un momento, había intentado llevárselo.
Mientras yacía en la arena, su mente daba vueltas. ¿Qué había visto? No se había movido como ninguna ballena que hubiera conocido, y ninguna tormenta creaba marejadas tan deliberadas, tan fuertes. Todavía le zumbaba en el pecho la profunda vibración que había vibrado a través del casco, un sonido tan constante que podría haber sido la respiración de algo vivo.

Se dijo a sí mismo que había desaparecido, pero sus ojos permanecieron fijos en el horizonte, esperando a que el mar volviera a levantarse. Permaneció largo rato tumbado, con la arena pegada a la ropa mojada, el pecho agitado y los oídos zumbando aún con aquel zumbido bajo que se negaba a desaparecer.
No se fiaba del agua a sus espaldas, ni siquiera cuando se calmaba. Cada pocos segundos movía la cabeza hacia el horizonte, esperando a medias que el agua volviera a subir. La adrenalina se agotó lentamente, dejándole temblando.

Las palmas de las manos aún le olían ligeramente a aceite, del tipo que se limpia en una bomba de achique o en un bloque de motor. Las frotó contra la arena, tratando de quitarlo, pero el sabor metálico persistía. No tenía sentido. El mar no olía así.
Finalmente, el frío le obligó a levantarse. Le temblaron las piernas, torpes bajo él, y se tambaleó por la línea de la marea hasta llegar a la carretera. Más adelante, el pueblo resplandecía con la luz de las farolas, un puñado de ventanas vivas en la oscuridad. Quería llegar a casa sin ser visto, meterse en la cama y no contárselo a nadie. Pero en un lugar tan pequeño, siempre hay alguien que lo ve.

Cuando llegó a la primera hilera de casas, ya había caras asomadas a las puertas. En el aire salado se oían voces graves y divertidas. Un par de adolescentes se apoyaron en la barandilla de la cafetería con una amplia sonrisa. “Ahí está”, gritó uno de ellos. “El monstruo le ha perseguido hasta casa”
Siguieron las risas, rápidas y agudas. Erik agachó la cabeza, pero sus botas mojadas golpeaban demasiado fuerte contra el pavimento, delatándole. Se abrieron más puertas. El rumor de las habladurías se propagó más rápido que la marea.

Marta salió del porche, con las manos en las caderas y el delantal aún húmedo por el trabajo. “¿Qué te dije?”, gritó al otro lado de la calle. “El mar no miente. Te burlaste de nosotros, Erik, y ahora has aprendido la lección”
“No he visto nada”, dijo él, demasiado rápido. Su voz se quebró, traicionándolo. “Sólo una marejada. Casi me da una propina, eso es todo” Eso sólo provocó más risas. Alguien murmuró: “Un oleaje que hace que un hombre adulto se arrastre hasta la playa como un cachorro medio ahogado”

Erik apretó la mandíbula y pasó por delante de ellos, obligando a su cuerpo a parecer firme a pesar de que las piernas le temblaban a cada paso. El peso de sus ojos le siguió hasta la cafetería, donde el olor a café rancio y pescado frito se pegaba a las paredes.
Se acomodó en una silla, intentando parecer informal, aunque sus manos seguían temblando cuando cogió la taza que había sobre la barra. Los hombres que estaban dentro se inclinaron hacia él, ansiosos por conocer su historia. “Entonces”, dijo uno, “¿conociste a nuestro monstruo?” Una carcajada recorrió la sala.

Erik forzó una sonrisa. “Lo único que había esta noche era agua vacía”, mintió. “Todos oís lo que queréis oír” Marta entrecerró los ojos. “Es curioso”, dijo, “cómo el agua vacía deja a un hombre blanco como la tiza”
Él la ignoró, engulló su café y salió de la cafetería al cabo de unos minutos. Fuera, la noche era aún más fría. Recorrió el estrecho camino de vuelta a su casa, con los hombros rígidos, repitiendo el encuentro una y otra vez en su mente. Aquella sombra, tan recta, tan deliberada. Aquel oleaje, que se elevaba con precisión en lugar de caos. Y, sobre todo, aquel zumbido.

No había sido un canto como el de las ballenas, sin altibajos, sin notas inquietantes que se doblaban y estiraban. Había sido plano, inquebrantable, como algo que rechinara en lo más profundo de la tierra. En aquel momento se había dicho a sí mismo que era la respiración, algún animal enorme que empujaba aire a través de su cuerpo, pero cuanto más pensaba en ello, menos encajaba. Ninguna criatura se movía con tanta regularidad.
Dormía mal. Cada vez que cerraba los ojos, sentía que el esquife se inclinaba de nuevo, que el oleaje de agua negra lo elevaba, oía el motor chisporrotear y fallar. Se despertó jadeando, convencido de que la sombra había regresado, sólo para encontrar la noche en calma.

A la mañana siguiente, Erik bajó al muelle. Su bote estaba bajo en el agua, meciéndose suavemente con la marea. Cuando se agachó para comprobar su equipo, algo le llamó la atención: un fino brillo que se extendía por la superficie, bañado por la luz del sol. Salió de debajo del casco, moviéndose con la corriente.
Lo tocó con la punta de los dedos y se los llevó a la nariz. El olor era penetrante, aceitoso, ligeramente metálico. No era el mar que él conocía. Se le hizo un nudo en el estómago. Si los demás lo veían, dirían que el monstruo había dejado veneno a su paso. Ya oía a Marta tergiversando la historia.

Pero Erik no estaba tan seguro. Ningún pez, ninguna tormenta, ningún ser vivo dejaba un rastro así. Echó un vistazo a la bahía, cuya superficie era tranquila y plateada a la luz de la mañana. Inofensiva por fuera, pero no podía evitar la sensación de que algo aguardaba debajo, observando, esperando su momento. Al mediodía, el pueblo volvía a bullir.
Un niño juró que había visto ondas moviéndose a una velocidad anormal cerca del rompeolas, como si algo largo y oscuro hubiera pasado a toda velocidad. Un pescador afirmó que sus trampas se habían vaciado durante la noche, otro insistió en que las gaviotas habían desaparecido porque presentían a la bestia.

El miedo se convirtió rápidamente en ritual. Se esparció sal por las puertas. De las ventanas colgaban amuletos. Algunos juraron que no volverían a sacar sus barcas hasta que la “maldición” hubiera pasado. Erik escuchó, con la mandíbula apretada, y no dijo nada.
Discutir sólo le convertiría en más tonto a sus ojos. Ya creían que había visto al monstruo, lo admitiera o no. Para ellos, su tropiezo en la playa era prueba suficiente. Pero la verdad era peor que la burla.

La verdad era que no sabía lo que había visto. No sabía qué había pasado por debajo de él, sólo que no se había movido como una ballena o un tiburón, y que ninguna tormenta podía convocar marejadas como ésa. Su orgullo le decía que no era un monstruo. Su instinto le decía que tampoco era natural.
Ese zumbido. Ese olor aceitoso. Esas eran sus pistas. Finas, frágiles, pero suficientes para mantenerle despierto por la noche, mirando al techo, repitiéndolo todo. Algo ahí fuera era real, algo construido, algo que no pertenecía. Y Erik era el único en el pueblo que se preocupaba por averiguar qué.

El pueblo siguió adelante como si el tropiezo de Erik en la playa lo hubiera confirmado todo. Ahora cuchicheaban más abiertamente, seguros de que el monstruo se había mostrado. Los hombres que antes pescaban con todas las mareas empezaron a negarse a salir al atardecer. Algunos ni siquiera iban al amanecer, murmurando maldiciones que se aferraban al agua.
Marta echaba sal en la puerta de su casa. Otros colgaban amuletos de madera a la deriva y nudos de cuerda, pequeños talismanes contra lo que acechara más abajo. A mediados de semana, cada vez salían menos barcos del puerto. Las redes colgaban inertes en los muelles, secándose inútilmente al sol.

Erik intentó burlarse de sus supersticiones, incluso forzar una carcajada, pero sonó hueco. Porque la verdad era que no podía dejar de pensar en aquella noche. Ni en el pánico, ni siquiera en los abucheos posteriores, que habían desaparecido. Lo que permanecía con él era el sonido.
Aquel zumbido bajo aún le rondaba el pecho, firme como si algo inmenso hubiera estado respirando bajo él. En aquel momento, se había dicho a sí mismo que era natural, el gemido de un gran cuerpo que empujaba el agua a un lado. Pero cuanto más lo repetía, más equivocado le parecía. Demasiado.

Y luego estaba el agua misma. La mañana siguiente, el mar cercano a la plataforma tenía un aspecto extraño: resbaladizo en algunos lugares, con tenues brillos arco iris que se extendían con la corriente. Había visto petróleo en el agua antes, por motores con fugas o repostajes descuidados, pero esto era diferente. Era más grande, se extendía como una película. Las gaviotas no aterrizarían cerca de él.
No se lo dijo a los demás. Para ellos, sólo sería otra marca de la bestia. Mejor quedarse callado. Sin embargo, no podía dejarlo solo. Caminaba por los acantilados al atardecer, mirando hacia la bahía, donde la plataforma se hundía en aguas profundas. Juraba que podía sentirlo debajo de él, moviéndose sin ser visto.

Una noche, de pie sobre las rocas, captó algo extraño. Una hilera de burbujas rompía la superficie, ordenada y uniformemente espaciada, siguiendo una línea perfecta durante una docena de metros antes de desaparecer. Contuvo la respiración, con los ojos fijos. Las burbujas no surgían así a menos que hubiera algo ahí abajo, exhalando, ventilando. ¿Pero qué criatura respiraba en línea recta?
Los aldeanos se percataron de su deambular. Más de una vez, Marta lo sorprendió merodeando cerca del rompeolas al anochecer y lo regañó por tentar a la suerte. “Serás el primero al que se lleve si sigues llamándolo”, le advirtió. Él no dijo nada. La verdad era más difícil de explicar, no creía en su monstruo, pero no podía negar que había algo allí.

A medida que pasaban los días, la tensión aumentaba. Las redes volvían vacías la mayoría de las veces. Algunos decían que los peces se habían ahuyentado. Otros juraban que habían visto sombras demasiado grandes para pertenecer a ningún banco. Algunos jóvenes sugirieron trasladar los barcos más al norte hasta que pasara, pero los pescadores más viejos se negaron. “El mar es nuestro”, gruñó uno. “Es esta cosa la que no pertenece”
Erik se volvió metódico. Cada noche, mientras los demás se quedaban dentro, él se sentaba junto a los acantilados o caminaba por la orilla con su cuaderno en la mano. Al principio, era sólo instinto; sentía el zumbido en ciertos momentos, veía ondas cuando la bahía debería haber estado en calma. Pero pronto surgieron patrones.

Al anochecer, el agua se hinchaba. Cerca de medianoche, unas débiles burbujas se deslizaban en línea recta por la superficie. Justo antes del amanecer, las gaviotas se dispersaban, evitando una zona concreta por encima de la plataforma. Lo anotó todo: fechas, horas, condiciones.
Las anotaciones llenaban página tras página, una obsesión silenciosa que nadie más se preocupaba por comprender. Al cabo de una semana, estaba seguro. Fuera lo que fuese, aparecía con regularidad, casi por rutina. Eso no era una criatura. Era disciplina. Maquinaria.

A la mañana siguiente llevó su cuaderno al café y lo dejó sobre la mesa con un golpe tan fuerte que algunas tazas sonaron. “He estado observando”, anunció, con voz tensa. “Aparece casi a la misma hora todos los días. Al anochecer. Medianoche. Amanece. No es aleatorio. No es salvaje. Está programado”
La sala se quedó en silencio un momento, antes de que empezaran las burlas. Un hombre se echó hacia atrás y resopló. “¿Programado? ¿Crees que el mar lleva un reloj en el bolsillo?” Otro se rió. “Ahora está escribiendo cuentos para dormir en un libro. Cuidado, Erik, el monstruo podría leerlo y venir a llamar”

Incluso Marta sacudió la cabeza. “¿Crees que puedes domar el miedo con garabatos? No importa cómo lo disfraces. El mar se lleva a quien quiere, cuando quiere” Pero Erik no vaciló. Golpeó el cuaderno con un dedo calloso. “Si siempre viene así, esta noche lo veréis por vosotros mismos.
Si me equivoco, ríanse todo lo que quieran. Pero si tengo razón…” Dejó la frase en suspenso. Los hombres murmuraron, intercambiando miradas. Algunos pusieron los ojos en blanco, pero otros se inquietaron. Finalmente, un pescador mayor con barba canosa tomó la palabra.

“¿Qué hay de malo en ello? Nos sentamos en la orilla, observamos y le demostramos que se equivoca. Entonces quizá se calle” Se oyó una risita, mitad de acuerdo, mitad de burla. Alguien más añadió: “Sí, dejémosle que se avergüence a sí mismo. Es mejor que oírle pavonearse”
Pero algunos asintieron más seriamente. Miedo o no, la curiosidad era más fuerte. El rumor por sí solo bastaba para atraer a una multitud. Si Erik tenía razón, si algo se mostraba de verdad, ninguno quería perdérselo.

Esa noche, todo el pueblo se reunió junto a la bahía. Algunos llevaban linternas, cuya luz proyectaba inquietantes reflejos sobre el agua. Otros se quedaron con los brazos cruzados, murmurando que era una pérdida de tiempo. Los niños se aferraban a sus padres, con los ojos muy abiertos, percibiendo la tensión.
Erik se colocó al frente, con el cuaderno en la mano, aunque ya no lo necesitaba. Su voz era firme cuando se enfrentó a ellos. “Sale justo después de la campana. Cuidado con el agua” Marta se burló, cruzada de brazos. “¿Y cuando no venga nada?”

“Entonces el tonto seré yo”, dijo Erik con sencillez. El aire se quedó en silencio. Hasta las gaviotas se habían ido. La marea presionaba suavemente contra el rompeolas y luego se calmaba. El único sonido era el férreo tañido de la campana de la iglesia, cuyas notas atravesaban la bahía, profundas y mesuradas.
Al principio no ocurrió nada. El agua yacía plana, plateada en la última luz. Algunos hombres intercambiaron sonrisas. Alguien murmuró: “Una noche perdida” Marta se cruzó de brazos, con los labios curvados en señal de victoria.

Erik apretó la mandíbula. El calor le sonrojó la cara. Hojeó su cuaderno como si las páginas fueran a cambiar, pero las horas estaban ahí, exactas. ¿Se había equivocado todo el tiempo? ¿Era sólo un tonto garabateando al borde del mar? Aumentaron los murmullos cuando la gente empezó a moverse, algunos se dieron la vuelta como si estuvieran listos para regresar.
Entonces llegó el sonido. Bajo al principio, una vibración vibrante que atravesaba la arena y llegaba hasta los zapatos, aumentando hasta que parecía sacudir el aire. La multitud se paralizó y las cabezas se volvieron hacia el agua. Un temblor recorrió la bahía y la superficie se hinchó.

Se elevó lenta y deliberadamente, extendiéndose cada vez más, hasta parecer el lomo de una bestia enorme. Negra, brillante, captaba los últimos destellos de luz del día a lo largo de sus crestas. Los gritos de júbilo recorrieron la multitud. Las madres agarraban a sus hijos por la falda. Un hombre maldijo en voz baja.
A Erik se le cortó la respiración. Por un instante dudó de todo, de las notas, de los patrones, de su certeza. Quizá fuera una criatura. Quizá todos tenían razón y él sólo los había llevado a su perdición. Entonces surgió la verdad.

Acero, no escamas. Bordes demasiado limpios, demasiado perfectos. Un casco negro rompió la superficie y el agua se derramó en láminas. Una torre empujaba hacia arriba, cuadrada y afilada, con antenas centelleantes. Unas luces parpadeaban débilmente a su lado. Los aldeanos se quedaron paralizados, entre el terror y la incredulidad.
Una escotilla se abrió. De ella salieron dos figuras que se recortaban contra la oscuridad del cielo. No eran monstruos, sino hombres, con uniformes oscuros y una postura rígida. Uno de ellos levantó una mano y saludó a la orilla, casi disculpándose, como si quisieran decir que no habían querido ser vistos. Militares, se dio cuenta Erik. Extranjeros.

La multitud se quedó inmóvil. Durante un instante nadie se movió, nadie habló. Luego se extendieron los susurros: submarino… máquina… no un monstruo. Marta se apretó el delantal contra el pecho, con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada.
Los dos hombres desaparecieron. La escotilla se cerró con estrépito y la nave volvió a hundirse, deslizándose bajo la superficie hasta que el agua se alisó. En menos de un minuto había desaparecido. El silencio se apoderó de la multitud, sólo roto por el siseo de las olas en la arena. Finalmente, Erik se volvió hacia ellos. Su voz era tranquila y firme. “No es un monstruo. Una máquina. Siempre lo ha sido”

Algunos seguían negando con la cabeza, murmurando, reacios a abandonar el mito que habían alimentado con el miedo. Otros simplemente miraban el agua, con los rostros pálidos, como si lucharan por aceptar que los hombres habían construido algo tan vasto, tan oculto, que podía acechar su bahía sin previo aviso.
Los niños se aferraban más a sus padres, con los ojos muy abiertos, como si el mar se hubiera vuelto de repente más extraño de lo que nunca había sido. “¿Por qué no nos avisaron?”, murmuró alguien desde el fondo de la multitud. Otro lo repitió más alto. Los murmullos se extendieron y la frustración se mezcló con el miedo. Pero no hubo respuesta.

A la mañana siguiente, la noticia había trascendido la isla. Los periodistas se hicieron eco de la noticia: un submarino extranjero que salía a la superficie sin autorización y se acercaba demasiado a un pueblo pesquero. Los analistas de televisión hablaron de falta de comunicación, de ejercicios en aguas equivocadas, de tratados y disculpas.
Se convirtió en una tormenta geopolítica menor, un titular que hizo que su diminuta comunidad apareciera de repente en la escena mundial. Pero nada de eso importó en ese momento. Aquella noche, en la orilla, sólo quedaba el recuerdo del casco negro alzándose como un leviatán, y la incómoda verdad de que el pueblo no había sido maldecido por un antiguo espíritu marino, sino que había rozado los juegos ocultos de las naciones.

Erik se quedó mucho tiempo después de que los demás se marcharan. La reivindicación le calentaba, pero la inquietud persistía en lo más profundo. El mar siempre había sido peligroso, pero había sido salvaje, natural, algo que podía entender. Ahora lo sabía mejor. Había máquinas debajo de él, más grandes que cualquier ballena, silenciosas hasta que decidían no serlo. Y eso, pensó sombríamente, era su propia clase de monstruo.
