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El barro seguía tragándose todo lo que cavaba. Cada puñado que despejaba volvía a su sitio, borrando su esfuerzo como si la tierra estuviera viva. Owen tenía las manos entumecidas, la respiración agitada y la lluvia le escocía la cara mientras intentaba liberar al perro. El perro gimió una vez, débil y tenso, con los ojos muy abiertos por el pánico.

“Tranquilo”, murmuró con voz temblorosa. Le pasó la mano por el costado, buscando dónde estaba atrapado. Sus dedos encontraron algo sólido bajo la superficie. Algo que no debería estar ahí. El perro se estremeció, se retorció ligeramente y un grito le retumbó en el pecho. Lo que lo retenía no lo soltaba.

Lo intentó de nuevo, cavando más deprisa, con el barro hundiéndose alrededor de sus muñecas. La lluvia arreciaba, ahogando el sonido de su respiración. Los movimientos del animal se ralentizaron hasta que sólo quedó su respiración superficial. El corazón de Owen latía con fuerza en su garganta. Si seguía cavando, lo enterraría vivo. Si se detenía, moriría de todos modos.

Owen había recorrido esta ruta cientos de veces. El estrecho camino de tierra se curvaba entre colinas bajas y zonas agrícolas, pasando junto a buzones oxidados y los mismos postes inclinados de las vallas en los que ya apenas se fijaba. Iba por la mitad de su última entrega, pensando sobre todo en café y calcetines secos, cuando el cielo empezó a cambiar.

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Al principio, fue sólo una atenuación de la luz, como si alguien hubiera bajado el brillo del día. Luego llegó el viento, rachas rápidas e impacientes que hacían temblar los árboles. Miró a través del parabrisas. Las nubes se habían espesado en un largo moretón que se extendía por el horizonte.

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La primera gota golpeó su ventanilla, luego otra, luego docenas más. En cuestión de segundos, la lluvia se convirtió en una sábana. La carretera estaba resbaladiza y el barro se ablandaba bajo los neumáticos. Puso en marcha los limpiaparabrisas, se inclinó hacia el cristal y entrecerró los ojos para ver las curvas de la carretera.

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Medio kilómetro más adelante, vio movimiento, la pendiente a su derecha parecía equivocada, más oscura de algún modo. Entonces se dio cuenta de que la ladera de la colina se había derrumbado, vertiendo barro y raíces en la cuneta. No se trataba de un desprendimiento de tierras, sino de un desordenado derrame provocado por la lluvia, que había aflojado la capa superior del suelo. Aminoró la marcha, escudriñando el borde en busca de escombros caídos. Fue entonces cuando vio al perro.

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Al principio, parecía parte del propio desprendimiento: marrón, empapado y medio cubierto de barro. Luego se movió. El perro estaba dando zarpazos en el suelo derrumbado, escarbando frenéticamente, gimiendo entre jadeos. Cada zarpazo de barro volvía a caer dentro, pero el perro continuaba, implacable, como si hubiera algo valioso enterrado debajo.

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Owen frunció el ceño. Quitó el pie del freno y mantuvo la furgoneta en punto muerto. No era raro ver perros callejeros por estos lares, pero éste parecía desesperado. Se inclinó sobre el asiento y abrió la ventanilla. La lluvia arreció, fría y cortante.

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“¡Eh, colega!”, gritó. Su cabeza se inclinó una vez hacia él y luego volvió a la tierra. El sonido que emitió no era un ladrido, sino una súplica rítmica y ronca. Por un segundo, Owen pensó en detenerse, salir y ver qué pasaba. Pero el barro parecía traicionero, resbaladizo como el aceite, y aún tenía que entregar un paquete.

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Si paraba ahora, acabaría cubierto de barro y llegaría tarde a la entrega. Suspiró. “Iré a verte cuando vuelva”, murmuró en voz baja, subiendo la ventanilla. La silueta del perro desapareció tras la cortina de lluvia mientras se alejaba.

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La tormenta arreciaba. La carretera se estrechaba hasta convertirse en un túnel de agua. Cuando llegó a la granja, al final de la ruta, las cunetas estaban desbordadas y la calzada era un arroyo poco profundo. Aparcó bajo un árbol, cogió el paquete de la parte trasera y corrió hacia el porche.

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Una mujer abrió la puerta antes de que pudiera llamar. Era de mediana edad, con el delantal húmedo y el pelo recogido con prisa. “¿Lo has conseguido?”, dijo, firmando el recibo con un rápido garabato. “Lleva lloviendo a cántaros desde el mediodía”

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“Sí”, dijo Owen, forzando una sonrisa cortés. “La carretera no tiene buena pinta”, dijo. “No me sorprendería que hubiera más desprendimientos esta noche”, contestó, devolviéndole el portapapeles. “Cuídese”

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Asintió con la cabeza, le dio las gracias y volvió corriendo a la furgoneta. La lluvia había amainado hasta convertirse en una llovizna, y el aire se había enfriado de repente. Mientras se alejaba, los limpiaparabrisas chirriaban secamente sobre el parabrisas, marcando con su ritmo el silencio que se había apoderado de todo.

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Intentó no pensar en el perro. Pero cada curva de la carretera, cada mancha de barro húmedo, le hacían pensar en él. Se lo imaginaba todavía escarbando, con las patas en carne viva, ladrando bajo la lluvia. Al menos debería haberlo comprobado. Sólo una parada rápida, cinco minutos como máximo.

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Cuando llegó a la curva, frenó instintivamente. El cielo se había aclarado ligeramente, un gris débil después de la tormenta. El tobogán parecía diferente ahora; más ancho, más liso, la lluvia había extendido el barro hasta convertirlo en una pendiente sólida.

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Aparcó en el arcén y salió. El aire estaba impregnado de ese olor posterior a la lluvia, una mezcla de tierra y algo ligeramente metálico. El perro seguía allí. Esta vez no estaba cavando. No se movía en absoluto. Tenía el lomo cubierto de barro y la cola rígida e inmóvil. Sólo el leve movimiento de la cabeza le indicaba que seguía vivo.

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El pecho de Owen se apretó. “Oh, no…” murmuró, vadeando más cerca. El suelo succionaba sus botas, cada paso era pesado. “Hola”, llamó suavemente, con voz insegura. “Eh, chico…” El perro agitó las orejas, pero no se volvió. Ahora estaba semienterrado, con una pata completamente sumergida y el pecho pegado a la tierra.

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Los ojos le miraron una vez, vidriosos, cansados, y luego volvieron a bajar. Se agachó cerca, con cuidado de no asustarlo. De cerca, pudo ver lo enmarañado que estaba su pelaje, cubierto de suciedad, hojas e incluso algunos trozos de corteza. Su respiración era superficial, forzada. Le tendió una mano lentamente.

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“Tranquilo…” El perro emitió un sonido bajo, gutural, no agresivo, sólo una advertencia. Todo su cuerpo se estremeció una vez y volvió a quedarse quieto. “De acuerdo”, susurró Owen, manteniendo la voz baja. “No voy a hacerte daño”

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Se acercó más, tratando de limpiar el barro a lo largo del flanco del perro. Al principio, la superficie cedió con facilidad, desprendiéndose como arcilla húmeda. Lo escarbó con las dos manos, pero cuanto más escarbaba, más rápido volvía a llenarse. El barro estaba vivo y siempre volvía a su lugar de origen. El perro gimoteaba pero no se movía, sus ojos miraban hacia el suelo, no hacia él.

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Owen se dio cuenta de que no le tenía miedo, sino a lo que pudiera hacerle el barro movedizo. Lo intentó de nuevo en el otro lado, trabajando más despacio esta vez, con la esperanza de abrir un espacio cerca de sus costillas. En cuestión de segundos, la pequeña zanja que había hecho comenzó a cerrarse, el agua se filtraba a través del suelo blando. Cada intento parecía hacer que la pendiente se asentara más abajo.

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“Maldita sea”, murmuró, con la respiración acelerada. Se detuvo, con las manos llenas de barro, y miró al animal. Su pecho se agitó una vez, dos veces, y luego se calmó de nuevo. Cada músculo parecía inmovilizado, como si entendiera lo que él no entendía, que demasiado movimiento podría empeorar las cosas.

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Owen se sentó sobre sus talones, jadeando, con el barro goteándole de las manos. Miró la pendiente, el tenue brillo del agua que goteaba desde arriba, y pudo ver cómo cada palada que daba hacía que el suelo se asentara un poco más bajo el perro. Si seguía cavando debajo, sólo se hundiría más.

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Volvió a inclinarse hacia delante, sin saber por qué. Quizá instinto. Tal vez por culpa. La respiración del perro se había estabilizado, una leve subida y bajada bajo la espesa capa de barro. Owen vaciló y luego deslizó lentamente una mano por su costado, hundiendo los dedos en la fría tierra que había a su lado.

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Algo sólido se encontró con su tacto; no era roca ni raíz. Tenía bordes. Rectos. Por un momento pensó que podría tratarse de un trozo de madera enterrado, pero cuando intentó palparlo, la superficie cedió ligeramente, suave como una tela resbaladiza por el barro.

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El perro se tensó y un temblor recorrió su cuerpo. Sus ojos se clavaron en su mano, un parpadeo de advertencia, no lo hagas. Owen se quedó inmóvil, con el pulso acelerado. Susurró: “Tranquilo, no quiero hacerte daño” Pero la curiosidad era más fuerte que la precaución. Volvió a rozar el barro, esta vez palpando una pequeña cresta o esquina, algo encajado con fuerza bajo el pecho del animal.

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No se sentía como la ladera misma. Estaba separado. Hecho por el hombre, quizá demasiado liso, demasiado uniforme. “¿Sobre qué estás tumbado?”, murmuró en voz baja. No podía ver mucho; el peso del perro y la tenue luz del atardecer lo tapaban todo. Pero cuanto más sondeaba, más claro tenía que había algo atrapado allí debajo con él.

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Un enganche de metal, tal vez. ¿Un asa? ¿Un trozo de valla? La idea le hizo sentir un nudo en el estómago. Tal vez el perro no sólo estaba cansado. Tal vez algo allí abajo lo había atrapado; un clavo, un alambre, algún trozo enterrado del tobogán. Eso podría explicar por qué no se había movido, por qué permanecía inmovilizado en aquella quietud antinatural.

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Intentó palpar de nuevo, deslizando los dedos hacia abajo hasta que el perro emitió un gruñido bajo, un sonido tenso y agotado que parecía decir tanto alto como quieto. Owen retiró la mano lentamente, con el barro recorriéndole la muñeca.

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Fuera lo que fuese, no era sólo suciedad. Había algo debajo de aquel cuerpo que no debía estar allí, algo que mantenía al animal en su sitio. Volvió a sentarse y se secó la mano contra el muslo, con el corazón latiéndole con fuerza. Los ojos del perro no se apartaban de él. Detrás de ellos había miedo, pero no de él. De lo que podría pasar si tiraba demasiado fuerte.

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Escudriñó el suelo en busca de algo que le ayudara; cualquier cosa que pudiera utilizar para desplazar el barro sin acercarse demasiado. Un grueso palo yacía a unos metros, semienterrado cerca de la base de un árbol. Tiró de él y probó su peso. No era mucho, pero era mejor que sus manos. “Muy bien”, murmuró. “Vamos a intentarlo de otra manera”

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Se agachó de nuevo junto al perro y deslizó el palo bajo su vientre, con cuidado de no pincharlo. El barro se resistía como cemento húmedo, absorbiendo la madera en cuanto aplicaba presión. Intentó hacer palanca, lo justo para crear espacio, pero en cuanto lo hizo, el palo se hundió hasta la mitad y se clavó con fuerza.

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“Vamos”, gruñó, retorciéndolo. El suelo se lo tragó y el barro burbujeó débilmente alrededor de su muñeca. La tiró hacia atrás con un resoplido, tropezando al resbalar su bota. El perro se sacudió y un gruñido agudo salió de su garganta. Más fuerte ahora, y aún más a la defensiva.

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“¡Tranquilo!” Owen respondió instintivamente, levantando ambas manos. “No intento hacerte daño” El gruñido del animal se convirtió en un temblor, con el pecho aún agitado. Sus patas delanteras se hundieron más en la pendiente, como si se anclaran. Fuera lo que fuese lo que tenía debajo, no lo soltaba, y el perro no le dejaba interferir.

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Owen suspiró, con los hombros caídos. “Está bien”, murmuró. “Como quieras” Se puso de pie, se quitó el barro de las rodillas y escudriñó el camino en busca de alguien más, tal vez alguien que supiera qué hacer. El mundo estaba vacío, salvo por el débil silbido del agua que corría por la zanja. Entonces oyó voces. “¿Eres tú, Owen?”

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Se volvió hacia el sonido. Un par de figuras subían por el camino en dirección al pueblo, compartiendo un paraguas. Los reconoció incluso antes de que saludaran: Tom y Clara Miller, que regentaban la ferretería junto a la oficina de correos. Parecían absurdamente limpios frente al paisaje embadurnado de barro.

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“Santo cielo, ¿qué hacéis aquí fuera?” Gritó Tom, con una carcajada en la voz. “¿Te has perdido en tu propia ruta de reparto?” Owen forzó una débil sonrisa. “Algo así”, dijo, haciéndose a un lado para revelar la pendiente. “Hay un perro aquí. Lleva atascado desde que empezó a llover”

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La sonrisa de Clara se desvaneció primero. Miró por encima del hombro de Tom, frunciendo el ceño. “Oh, pobrecito”, dijo. “¿Cuánto tiempo lleva así?” “Un par de horas, tal vez”, dijo Owen. “Lo vi cavando antes, antes de que el deslizamiento empeorara. Volví y lo encontré así”

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Tom entrecerró los ojos al animal, sacudiendo la cabeza. “Se ve mal. ¿Intentaste sacarlo?”, preguntó, mirando la situación frente a él. “Sí”, dijo Owen en voz baja. “Traté de cavar también. El barro sigue cerrándose. Son como arenas movedizas”

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A medida que se acercaban, el perro levantó la cabeza y gruñó de nuevo; una advertencia baja y constante. El sonido hizo que el aire se sintiera más apretado. Tom se detuvo en seco. “Vaya”, murmuró. “No está contento”

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“Está asustado”, dijo Owen. “O herido” Clara dio un paso adelante a pesar de la vacilación de su marido, con voz suave pero segura. “Los perros no se quedan quietos así a menos que algo vaya realmente mal” Se agachó junto a Owen, procurando mantener la distancia. “El pobre probablemente no pueda moverse. Tal vez su pierna está atrapada”

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Tom se arrodilló unos pasos atrás, con las manos en las rodillas. “Parece que está medio enterrado. Podría estar atascado en algo por debajo”, dijo. “Eso es lo que pensé”, respondió Owen, señalando hacia la pendiente. “Intenté cavar, pero el barro sigue hundiéndose. Es como intentar recoger sopa”

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Clara frunció el ceño, escudriñando la silueta del perro. “Si se engancha en el alambre o la madera del tobogán, al forzarlo podría desgarrarse algo” Tom miró a Owen. “¿Tienes algo en la furgoneta? ¿Una cuerda? ¿Una tabla? Podríamos sacarlo con una cuña, tal vez” Owen se limpió la lluvia de la cara con una manga embarrada. “Tengo una pequeña pala en la parte de atrás. No mucho más”

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“Tráela”, dijo Tom, ya moviéndose hacia la furgoneta. “Si podemos cavar alrededor lentamente, tal vez podamos liberar al pobre bicho” Clara extendió una mano cautelosa hacia el hocico del perro, pero se detuvo en seco cuando éste emitió un leve gruñido. “Eh, eh”, susurró. “Tranquilo. Estamos intentando ayudarte”

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El animal respiraba entrecortadamente y cada exhalación era un temblor. Sus ojos no se apartaban del suelo fangoso que tenía bajo el pecho. Clara retiró la mano lentamente. “Está aterrorizado”, murmuró. “Tenemos que ir más despacio” Owen asintió, mirando hacia Tom en la furgoneta. “Suave es todo lo que tenemos”

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Cuando Tom volvió de la furgoneta, la lluvia había cesado por completo. Las nubes seguían siendo densas, pero una pálida franja de luz se abría paso a través de las rendijas, bañando la colina con un resplandor apagado y plateado. El aire olía a corteza húmeda y a óxido. “El barro está empezando a asentarse”, dijo Tom, dándole a Owen la pequeña pala. “Podría ser más fácil ahora que el suelo se está endureciendo un poco”

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Owen asintió y volvió a agacharse cerca del perro. El animal lo observó con recelo, pero esta vez no gruñó, sino que se estremeció. Presionó la hoja de la pala contra la ladera y recogió con cuidado. La capa superior se desprendió en gruesos trozos.

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“Tranquilo”, murmuró Clara, arrodillándose frente a él. “Si se engancha en algo afilado, no queremos hacerle daño” Owen apretó los dientes. “Lo sé” El barro se resistió, pesado y reacio. “Parece que el suelo está agarrando lo que sea que haya ahí abajo”

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“Tal vez sea alambre de púas”, ofreció Tom, agachándose junto a ellos. “Podría haber sido arrastrado desde la valla de la colina.” La idea hizo que a Owen se le retorciera el estómago. La idea de que el animal hubiera estado allí todo ese tiempo, sujeto por alguna hebra oxidada, hizo que sus manos trabajaran más rápido, aunque tratara de ser cuidadoso.

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Cada cucharada revelaba más de la silueta del perro: hombros fuertes, cuello grueso, costillas que se movían débilmente bajo el pelaje enmarañado. El barro se adhería a todo como si fuera pegamento. Entonces un sonido rompió el silencio; un ruido débil, corto y agudo. Clara levantó la vista. “¿Has oído eso?”

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Owen se detuvo. La pala se congeló a medio movimiento. “Sí. Probablemente el perro” Pero cuando el sonido vino de nuevo, más fino esta vez, no parecía venir del perro en absoluto. Venía de debajo de él. Tom frunció el ceño. “¿Qué demonios fue eso?”

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Intercambiaron miradas. El perro agitó las orejas, con la cabeza todavía inclinada. Owen se inclinó más cerca, apartando un último terrón de tierra. El borde de algo plano y marrón apareció bajo el pecho del animal. “Espera”, susurró. “Aquí hay algo”

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Ahora cavaba con las manos, apartando los terrones más gruesos hasta que la forma tomó cuerpo: una caja, empapada y deformada por los lados, pero con la parte superior extrañamente intacta, protegida por el peso del perro. “Está sentado encima”, dijo Clara en voz baja. “Ha estado tumbado sobre esta cosa todo el tiempo”

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“Cartón”, murmuró Owen, pasando la mano por el borde. “Empapado por abajo, pero la parte de arriba está casi seca” El perro gimió débilmente, finalmente cambiando su peso lo suficiente para que pudieran deslizar la caja libre. El barro succionó a su alrededor, reacio a soltarla, y luego la soltó con un sorbo silencioso.

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Owen la acercó y la dejó en un terreno más firme cerca de la zanja. La caja se hundió ligeramente, con los lados oscurecidos por la humedad. “¿Qué demonios…?” Clara empezó, pero la frase se interrumpió cuando otro ruidito salió del interior. No era el perro. Ni siquiera estaba cerca.

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Owen vaciló, con la mano sobre la solapa empapada de la caja. Se oyó un leve susurro y luego se hizo el silencio. Miró a los demás. Clara tenía los ojos muy abiertos y Tom la boca apretada. “Ten cuidado”, murmuró Tom. “Podría haber cualquier cosa ahí dentro”

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Owen asintió y deslizó los dedos bajo el cartón mojado. Se despegó con un desgarro húmedo. Primero se deslizó un terrón de barro, luego algo blando se movió debajo; pequeño, tembloroso, medio oculto. Por un momento, nadie habló. Lo que había dentro volvió a sacudirse, cubierto por completo de un espeso lodo marrón, indistinguible bajo la mugre. Se le escapó un frágil gemido, débil pero vivo.

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Clara jadeó. “Dios mío, se está moviendo” Owen se arrodilló, con el corazón martilleándole. “¿Qué demonios es esto?”, susurró. Tom entrecerró los ojos a través de la lluvia. “Creo que es un cachorro”, dijo. “Yo no estaría tan segura”, murmuró Clara, inclinándose más cerca. La cosa temblaba dentro de la caja en ruinas, resbaladiza por el barro, con sus pequeñas extremidades moviéndose débilmente.

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“Sus patas… son demasiado cortas. Y las garras… son más gruesas de lo que deberían” Owen frunció el ceño, inseguro. La criatura emitió un sonido frágil y áspero que apenas contó como un grito. “Está respirando”, dijo Tom en voz baja. “Sea lo que sea, sigue respirando”

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Se movieron deprisa. Clara sacó una toalla de la furgoneta, una vieja funda de asiento, y juntos levantaron la pequeña cosa, con cuidado de no presionar demasiado. El barro se desprendía en gruesos mechones, dejando al descubierto sólo manchas de pelaje resbaladizo y tembloroso. Tenía los ojos cerrados bajo la mugre. “Pobrecito”, susurró Clara. “¿Cómo pudo sobrevivir bajo todo eso?

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El perro, liberado del peso, se desplomó junto a ellos, jadeando débilmente. Su pecho subía y bajaba con visible esfuerzo. Owen miró entre él y el pequeño y tembloroso bulto que tenía en las manos. “Tenemos que llevar a los dos al veterinario”, dijo. “Ahora”

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Tom asintió, tirando la pala a un lado. “En el camión”, dijo. “En marcha” Envolvieron a la criatura fuertemente en la toalla. Incluso a través de la tela, era inquietantemente ligera, frágil, como si un toque equivocado pudiera romperla. El barro seguía pegado a su pelaje, o a su piel, no sabían cuál.

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Owen le limpió la cara una vez con el pulgar, pero dudó. El barro se había endurecido, formando una costra. Pensó en limpiarlo, pero se detuvo. Después de todo lo que había pasado, incluso eso podría ser demasiado.

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Hacía tiempo que había dejado de llover. El aire fuera del camión estaba fresco y cargado de humedad, del tipo que se adhiere a todo. Los árboles que bordeaban la carretera goteaban sin cesar y los charcos poco profundos captaban el tenue reflejo de un cielo pálido y descolorido.

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Clara se giró a medias en su asiento, mirando a la pequeña figura envuelta en una toalla que Owen tenía en brazos. “No tiene sentido”, dijo en voz baja. “Esa caja debería haberse llenado de barro” Tom asintió, con los ojos en la carretera. “Sí. La cosa estaba semienterrada. No había forma de que nada de lo que había dentro respirara”

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Owen miró el frágil bulto, que apenas se movía. “Tal vez el perro… no lo sé. Tal vez mantuvo la parte superior sellada de alguna manera” Clara pensó un momento. “Los lados estaban empapados, pero la parte superior estaba casi seca. ¿Te diste cuenta?”

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“Sí”, dijo Tom. “Todos lo notamos” Ella asintió lentamente, dándose cuenta a medida que hablaba. “Entonces no estaba ahí tirado. Estaba evitando que el barro se filtrara. Como una tapa” Tom soltó una pequeña carcajada incrédula. “¿Crees que sabía lo que estaba haciendo?”

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“No lo sé”, murmuró Clara. “Pero fuera lo que fuera, ese perro es la única razón por la que esta cosa está viva” Nadie habló después de eso. Los únicos sonidos eran el zumbido del motor y la débil respiración contra la toalla en las manos de Owen.

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Detrás de ellos, el perro rescatado dejó escapar un suspiro bajo y cansado, con el pecho subiendo y bajando a un ritmo lento. El débil resplandor de la clínica veterinaria apareció delante, un letrero de madera que se balanceaba suavemente con la brisa, la luz de las ventanas se derramaba por el suelo empapado.

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Tom entró en el aparcamiento de grava y aparcó. Owen salió antes de que el camión se detuviera del todo, apretando la toalla contra su pecho. La puerta principal se abrió de golpe antes de que Owen pudiera alcanzar el picaporte. La doctora Mallory salió, se secó las manos con una toalla y su expresión pasó de la confusión a la alarma al ver al grupo salpicado de barro.

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“¿Qué ha pasado?”, preguntó, pasando los ojos de la ropa sucia de Owen al fardo que llevaba en los brazos. “Lo encontramos en una caja”, dijo él, con voz inestable. “Debajo de un alud. Está vivo, pero apenas” Asintió una vez, enérgica y serena. “Adentro, rápido”

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La siguieron por un estrecho pasillo que olía a desinfectante y a piel húmeda. Las luces del techo zumbaban débilmente, un claro contraste con el mundo del que acababan de salir. Mallory señaló una mesa de metal. “Ponla aquí” Owen dejó la toalla en el suelo. La criatura que había dentro se movió débilmente cuando el veterinario despegó las esquinas.

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El barro se agrietaba y se desprendía, dejando vetas de pelaje pálido debajo. Su respiración era superficial pero constante, apenas existía, pero lo suficiente como para importar. Mallory trabajó en silencio al principio. Se puso los guantes, cogió una gasa y empezó a quitar los terrones de suciedad más gruesos. Cada movimiento era deliberado, cuidadoso. “¿Dijiste que estaba debajo de un tobogán?”, preguntó sin levantar la vista.

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Owen asintió. “Un perro yacía encima de la caja en la que estaba. Creímos que estaba atascado, pero…” Se interrumpió, sin saber cómo describir lo que habían visto. Mallory frunció ligeramente el ceño. “Qué raro. Y una suerte” Tom se movió incómodo cerca de la puerta. “Es un milagro que aún respire”

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“Milagro o puro instinto”, murmuró Mallory. “De cualquier manera, le dio tiempo a este pequeño” La habitación volvió a quedar en silencio. Sólo el zumbido de la luz fluorescente y el leve roce de sus movimientos llenaban el espacio. Clara estaba de pie cerca del lavabo, retorciéndose las manos húmedas en la chaqueta. Owen no se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que Mallory por fin se inclinó hacia el rostro de la criatura.

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Lo que vio hizo que su expresión se suavizara. Apartó suavemente el barro del hocico, revelando una nariz pequeña y luego el tenue patrón de marcas blancas a lo largo del hocico. Dos pequeñas orejas se replegaban contra el cráneo y sus cortas garras se movían débilmente contra la toalla. “Es un cachorro de tejón”, dijo en voz baja. Clara parpadeó. “¿Un tejón?

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Mallory asintió, con una pequeña sonrisa en la comisura de los labios. “Uno muy joven. Probablemente de pocas semanas. Las garras son lo que lo delatan, y las marcas. Difícil de ver a través de todo ese barro” Tom exhaló lentamente. “Bueno, que me aspen”

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Owen se inclinó más cerca, viendo el pequeño pecho subir y bajar a un ritmo desigual. “¿Lo logrará?”, preguntó. Mallory no respondió de inmediato. Apretó suavemente dos dedos contra el costado y levantó la mirada. “Es más fuerte de lo que parece, pero estuvo cerca. Hipotermia, falta de oxígeno. Otra media hora y…” Sacudió la cabeza. “Pero está aguantando”

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Clara dejó escapar un largo y tembloroso suspiro. “Ese perro debe de haberlo salvado” Mallory asintió. “Por lo que has descrito, yo diría que sí. El calor corporal, la forma en que cubrió la caja, probablemente impidió que la bolsa de aire se colapsara. El instinto es algo poderoso” Durante un largo momento, nadie habló. El sonido de la respiración débil y jadeante del tejón llenó el silencio, un ritmo frágil y desafiante a la vez.

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Owen se apoyó en el mostrador, con el barro secándose en las mangas. “¿Y ahora qué pasa?”, preguntó. “Lo mantendré aquí toda la noche”, dijo Mallory. “Una vez que esté estable, control de animales puede llevárselo. Hay una reserva cerca, se ocupan de los animales huérfanos” Asintió lentamente. “Bien. Se lo merece” Detrás de ellos, dos de los ayudantes de Mallory ya estaban atendiendo al perro.

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Trabajaban en silencio, limpiando el barro de su pelaje y envolviéndolo en cálidas mantas. Los ojos del animal se abrieron brevemente, siguiendo el sonido de la mesa, antes de calmarse de nuevo. Mallory miró por encima del hombro con una leve sonrisa. “Cuidarán bien de ella. Sin ella, esta pequeña no estaría aquí”

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Los tres se quedaron de pie en silencio, de acuerdo. Fuera, el viento había amainado por completo. La noche se sentía limpia, vacía de tormenta, como siempre que algo sobrevive contra viento y marea. Owen volvió a mirar a la pequeña criatura y soltó un largo suspiro que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo.

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