El sonido les llegó a medio camino de la pared, demasiado suave para percibirlo al principio, como el aliento deslizándose por la madera. Ethan se quedó inmóvil, con una mano apoyada en la piedra caliza y los dedos doloridos por el agarre. Debajo de ellos, el bosque permanecía en silencio. Por encima de ellos, algo susurraba, bajo e indistinto, como si la propia montaña intentara hablar.
Nora también lo oyó. Giró la cabeza lentamente, acercando la mejilla a la roca, escuchando. El sonido no era viento. No eran pájaros. Llegaba en fragmentos: sílabas murmuradas sin forma, seguidas de un ruido sordo que resonó una vez y desapareció. La pared del acantilado que tenían delante les pareció extraña, sus sombras demasiado rectas, su silencio demasiado deliberado.
Cuando cesaron los susurros, la ausencia les pareció más pesada que el propio sonido. Se quedaron donde estaban, suspendidos contra la piedra, temerosos de moverse y temerosos de no hacerlo. En algún lugar más allá de la roca, oculta a la vista, la madera crujía suavemente, un sonido antiguo y paciente, como una puerta que se cierra después de que alguien la haya atravesado.
Ethan conoció a Nora a través de un amigo común en un viaje de escalada que nunca pretendió convertirse en algo serio. Se suponía que iba a ser un fin de semana informal: cuerdas, arneses, algunas rutas fáciles y cervezas después. Nada ambicioso.

Nora había llegado tarde, disculpándose mientras se recogía el pelo y pidiendo tiza prestada a quien le sobrara. No era ruidosa ni competitiva, pero Ethan se fijó en el cuidado con que estudiaba la roca antes de escalar, en cómo se detenía, trazaba líneas con los ojos y luego se movía con tranquila confianza una vez que se comprometía.
Aquel día escalaron juntos porque les venía bien. Siguieron escalando juntos porque nunca les salía nada mal. Nada de movimientos precipitados. Sin ego. Sólo dos personas que prestaban atención.

Al principio, todo había sido según las reglas. Cuerdas, anclajes, doble comprobación de los nudos, órdenes que resonaban en la roca. Entonces confiaban más en los sistemas que en sí mismos, y eso les parecía bien. Seguro.
Pero últimamente, habían estado hablando de intentar algo diferente. No imprudentemente. No para demostrar nada. Sólo para ver qué se sentía al confiar sólo en sus cuerpos y en su juicio, sin metales ni cuerdas entre ellos y la caída.

Se entrenaron para ello: fines de semana en el gimnasio, madrugadas en rutas al aire libre, practicando el movimiento y el equilibrio, aprendiendo cómo respondían sus cuerpos cuando no había nada a lo que agarrarse. Sus conversaciones pasaron de cómo colocar la protección a cómo leer la roca, cómo moverse deliberadamente, cómo reconocer cuándo el miedo era útil y cuándo no.
La escalada libre había dejado de ser una idea sobre la que daban vueltas. Se había convertido en el siguiente paso. Habían pasado suficiente tiempo aprendiendo los sistemas, confiando en el equipo, comprendiendo cómo se sentía la seguridad cuando estaba diseñada.

Últimamente, sin embargo, hablaban menos de protección y más de movimiento: de control, de equilibrio, de leer la roca en lugar de confiar en el material para perdonar los errores. Esta escalada no fue imprudente. Fue intencionada. Eligieron rutas que exigían compromiso. No atajos, no paredes de práctica.
Lugares en los que terminar era importante, no para presumir, sino porque detenerse a mitad de camino significaba que algo había ido mal. Ahora confiaban en su juicio lo suficiente como para superar la incomodidad en lugar de retroceder ante ella. Cuando un amigo mencionó una tranquila pared de piedra caliza a unas horas de la ciudad, un lugar que él había escalado hacía años, le pareció bien. Sin clasificar. Sin aglomeraciones.

“Parece que es el lugar adecuado”, había dicho Ethan, sin molestarse en ocultar los nervios esta vez. Nora no se rió. Comprobó su mochila, apretó las correas y volvió a mirar hacia el acantilado. “Entonces lo terminamos”, dijo simplemente. Aquella mañana aparcaron bajo la pared con una energía tensa y concentrada entre ellos. Sin bromas. Sin dudas.
Nora trazó posibles líneas con los ojos, memorizándolas. Cuando empezaron a escalar, no lo hicieron tímidamente. La piedra caliza estaba fría y seca bajo las palmas de las manos de Ethan, lo bastante texturizada como para confiar en ella si se mantenía deliberado. Cada movimiento desembocaba en el siguiente, no porque fuera fácil, sino porque habían decidido que iban a subir hasta el final.

Nora subió unos metros a su derecha, lo bastante cerca como para que él pudiera ver la tensión en sus hombros cada vez que movía el peso. Ninguno de los dos se precipitó. Cada movimiento era deliberado, probado dos veces antes de comprometerse. Treparon casi en silencio, sólo interrumpido por el roce de la piel con la piedra y el suave resoplido de la tiza. Sin órdenes de cuerda. Ni tintineos metálicos.
Sólo la respiración y el viento lejano que se movía entre los árboles. Fue entonces cuando Ethan lo oyó. Un sonido que no le pertenecía. Al principio, pensó que era el viento que se movía contra el acantilado, hasta que volvió a ocurrir. Un ruido sordo y hueco, seguido de un largo crujido, como de madera vieja doblándose bajo el peso. Se quedó inmóvil, con los dedos clavados en la piedra caliza.

“Nora”, dijo en voz baja, con cuidado de no moverse. “¿Has oído eso?” Ella también se detuvo. Inclinó la cabeza y acercó la oreja a la roca. Durante unos segundos, sólo se oyó el viento. Luego volvió. Esta vez más profundo. Un golpe sordo de madera, seguido de un lento gemido que hizo que a Ethan se le apretara el estómago. Sonó inquietantemente como una puerta asentándose en un marco.
Los dedos de Nora se apretaron contra la piedra. “Eso no era piedra” “No”, asintió Ethan. Sentía la boca seca. “Realmente no lo era” Permanecieron pegados al acantilado, escuchando. El sonido no se repitió, que de alguna manera lo hizo peor. Las rocas hacían ruido cuando se movían. Los pájaros hacían ruido. Incluso la caída de escombros tenía sentido. Esto no. Sonaba cerrado. Hueco. Cerrado.

Nora apoyó brevemente la frente en la piedra, calmando la respiración. “Aquí arriba no hay nada”, dijo, más para sí misma que para él. “No puede ser Ethan estaba a punto de responder cuando algo más llamó su atención. Una fina raya recorría la cara de la pared justo debajo de su mano izquierda. De color rosa. No rojo óxido. Ni marrón. Un rosa pálido, diluido, brillante donde captaba la luz.
Se movía lentamente, lo bastante gruesa como para adherirse a la piedra en lugar de correr libremente. “Nora”, volvió a decir. “No te muevas Ella miró hacia abajo y luego siguió su mirada. “¿Qué… es eso?” Ethan tragó saliva. Acercó la punta de un dedo sin tocarla. El líquido seguía bajando, acumulándose en pequeñas gotas a lo largo de los surcos naturales de la roca.

“¿Agua?”, dijo, aunque sonó como una pregunta. “¿Quizá mezclada con algún mineral? Hay depósitos de hierro por aquí, pero…” Frunció el ceño. “Nunca he visto nada que le diera ese color” “Y si es agua”, dijo Nora en voz baja, “eso significa que viene más” El pensamiento cayó pesadamente entre ellos.
Si el agua se estaba filtrando fuera de la montaña, incluso lentamente, podría significar bodegas resbaladizas. Tiza lavada. Sin fricción. Sin margen de error. Retroceder ya no era una opción. Ya habían pasado la mitad del camino. Subieron. Con cuidado ahora, evitando deliberadamente las rayas húmedas. Ethan cambió de ruta para mantener las manos secas, probando cada agarre dos veces antes de confiar en él.

La tiza se adhería con menos seguridad aquí, el aire era ligeramente más fresco, ligeramente húmedo. Por encima de ellos, el sonido volvió a sonar. Esta vez no era sólo madera. Era un murmullo. Bajo e indistinto, como alguien hablando en voz baja. No lo bastante alto como para formar palabras, pero inconfundiblemente humano. El corazón de Ethan martilleó. “¿Has oído…?” Un ruido sordo le cortó el paso. Agudo. Sólido.
Luego un gemido breve, dolorido, sofocado rápidamente. Nora jadeó. “Era una persona” No se detuvieron después de eso. Subieron más deprisa, el pulso y la concentración se estrecharon en algo agudo y quebradizo. A medida que ganaban altura, la costura oscura de la roca se hacía más clara: lo que Ethan había tomado por una sombra se convertía en algo demasiado preciso para ser natural.

Bordes rectos. Interrupciones limpias. El fluido rosa era más espeso aquí, ya no se filtraba al azar, sino que emergía de un único punto más arriba. Y entonces lo vieron. Nora llegó primero y se detuvo en seco, con una mano apoyada en el acantilado y la otra a escasos centímetros de la superficie. “Ethan”, dijo lentamente, “esto no es parte de la roca” Se puso a su altura.
Había una fachada incrustada directamente en la piedra caliza. La madera, desgastada hasta un gris apagado, encajaba limpiamente en la montaña como si la piedra hubiera crecido a su alrededor. Un estrecho marco de puerta se apoyaba en el acantilado. Encima, una tira inclinada de metal captaba la luz: el borde de un tejado de hojalata, medio absorbido por la roca. La puerta estaba flanqueada por ventanas. Vidrio auténtico. Nublado por el paso del tiempo. Reflejaban el cielo.

El líquido rosado descendía desde debajo del marco de la puerta, goteando sin cesar a lo largo de la pared del acantilado que habían escalado. Durante un largo momento, ninguno de los dos habló. “Una casa”, dijo finalmente Nora, con la incredulidad debilitando su voz. “Hay una casa… aquí arriba” Ethan se quedó mirando la puerta, la madera manchada, el líquido que se filtraba del interior.
Y por primera vez desde que habían empezado a subir, estaba seguro de una cosa: lo que habían oído, lo que había caído y gemido dentro, no había venido de la montaña. Procedía de la casa. De cerca, la estructura parecía menos un misterio y más un problema que no podían ignorar.

La madera era vieja pero estaba intacta, encajada perfectamente en la piedra caliza como si la montaña hubiera crecido a su alrededor en lugar de rechazarla. La puerta estaba a ras de la roca, estrecha y reforzada, y su marco estaba oscurecido por las fugas de su interior. El líquido rosado se extendía por debajo en finas líneas irregulares, manchando la piedra a la que se aferraban.
Ethan no se detuvo a pensar en cómo se había construido. Su atención permaneció en la pared, en sus manos, en la tenue mancha que se extendía por donde corría el líquido. “Cuidado”, dijo Nora. “Eso está por todas partes” Cambió el agarre para evitarlo y su pie resbaló. Sólo una fracción. Lo suficiente. Su estómago cayó cuando la suela de su zapato perdió tracción.

El instinto actuó antes que el pensamiento. Golpeó con la palma de la mano en seco y los dedos chillaron al engancharse. Su otro pie raspó desesperadamente hasta que encontró apoyo. Durante un instante, el acantilado se sintió ingrávido bajo él. Luego se sostuvo. Ethan apoyó la frente en la piedra y respiró con dificultad. La adrenalina le rugió en el pecho, aguda y eléctrica. “Vale”, murmuró.
“Eso no es agua” Nora no discutió. Esperó a que su respiración se calmara antes de volver a moverse. Después subieron más despacio, bordeando deliberadamente las secciones de roca manchadas. La tiza se desprendía más rápido cerca de la filtración, lo que les obligaba a reaplicarse constantemente, y las manos les temblaban ligeramente por el esfuerzo de mantener el control. Por encima de ellos, la puerta se acercaba.

Los sonidos anteriores se repitieron en la cabeza de Ethan, esta vez no la madera, sino el murmullo, la caída, el inconfundible sonido del dolor. Alguien había estado dentro. Alguien lo bastante cerca como para que el ruido atravesara la montaña. “Si están heridos”, dijo Nora en voz baja, “no podemos perder el tiempo” Ethan asintió. Fuera lo que fuera ese lugar, ahora no importaba.
Juntos llegaron al saliente. Apenas había una estrecha cinta de piedra que se extendía desde la pared del acantilado hasta la puerta. Demasiado delgada para estar de pie cómodamente, demasiado expuesta para vacilar. Una vez que se subieron a ella, retroceder no sería una opción. Nora fue la primera, girando de lado y cruzando con facilidad, con el hombro rozando la roca.

Ethan le siguió, con el corazón palpitante, los ojos fijos en la puerta mientras la caída se abría bajo ellos. De cerca, la puerta olía ligeramente dulce bajo el aire húmedo de la piedra. A fermentado. Ethan lo notó incluso antes de que su mano se cerrara en torno al picaporte. Se apretaron contra el acantilado, respirando entrecortadamente. “¿Hola?” Llamó Nora, con voz firme a pesar de todo.
“Te hemos oído. ¿Estás herido?” No hubo respuesta. Ethan no esperó permiso. Giró el picaporte. La puerta se abrió con facilidad, dejando escapar una bocanada de aire frío y viciado, y un olor más fuerte a algo inconfundiblemente alcohólico. Entraron y volvieron a llamar. Sólo les respondió el silencio. Nora lo miró, con un gesto de inquietud en el rostro.

“No tiene sentido”, murmuró. “Sin duda hemos oído a alguien” El espacio al otro lado de la puerta no era lo que ninguno de los dos esperaba. Durante los primeros pasos, parecía casi… ordinario. El pasadizo se abría a una estrecha habitación tallada directamente en la montaña, cuyas paredes habían sido alisadas a mano y no por la erosión.
Una pequeña mesa de madera se apoyaba en un lateral, irregular pero robusta, con dos sillas debajo. Una estantería baja sostenía unos cuantos objetos inidentificables cubiertos de polvo. Todo parecía viejo, pero no abandonado. “Esto parece una casa”, dijo Nora en voz baja. Ethan recorrió la habitación con su linterna frontal.

La luz se reflejaba en las tablas desgastadas del suelo colocadas sobre piedra, una alfombra raída pegada a la pared y la débil silueta de un hogar que hacía tiempo que se había enfriado. Quienquiera que hubiera construido esto no sólo se había refugiado aquí. Habían vivido aquí. Entonces la viga descendió. Contra la pared más cercana a la puerta había varios barriles de madera, con los aros oscurecidos por la humedad.
Uno había sido empujado ligeramente hacia delante, con la tapa torcida. Un lento goteo se deslizaba desde una grieta cerca de la base, acumulándose en el suelo antes de filtrarse hacia la puerta. El líquido rosa. De cerca, era inconfundible: vino, diluido y fino, con un ligero olor dulce y penetrante a la vez. “Así que eso es lo que había en la pared”, murmuró Nora. Ethan frunció el ceño. “Lleva tiempo goteando”

La idea se asentó incómoda en su pecho. Alguien no había estado aquí hacía poco. Alguien estaba aquí ahora. Pero la habitación no terminaba ahí. En el otro extremo, donde debería haber una pared, la piedra continuaba hacia el interior. El suelo de madera se detuvo abruptamente, dando paso a la roca desnuda que se inclinaba hacia abajo en la oscuridad. Un túnel.
Se curvaba suavemente hasta perderse de vista, el aire más frío y pesado más allá, llevando consigo el sonido constante del agua en movimiento. “Esto no es sólo una habitación”, dijo Nora, con la voz más baja. Ethan dirigió su linterna hacia la abertura y el haz de luz fue absorbido casi de inmediato por la curva de la roca. “No”, asintió. “Es más profundo”

En la piedra se habían tallado unos escalones ásperos que descendían hacia el interior de la montaña. Nora bajó la voz. “Esto no es sólo construido en el acantilado”, dijo. “Lo atraviesa” Ethan dirigió su luz hacia el pasadizo. El haz desapareció mucho antes de lo que debería, tragado por la curva del túnel. En algún lugar más adelante, el aire se sentía más frío, más pesado.
“¿Por qué alguien escondería una casa aquí”, dijo, “y luego cavaría más adentro?” Permanecieron en el borde del túnel durante un largo momento, escuchando. Ningún susurro. Ningún movimiento. Sólo el débil sonido de su propia respiración y algo más, tan sutil que Ethan casi no lo percibió. Un goteo lento y distante. Agua, en algún lugar profundo.

Nora se adelantó primero, con las botas rozando suavemente la piedra. “Si alguien vive aquí”, dijo, “es aquí adonde ha ido” Ethan la siguió, la puerta tras ellos aún abierta, el estrecho saliente exterior ya empezaba a parecer imposiblemente lejano. La luz de la entrada se desvaneció a medida que se adentraban, sustituida por el estrecho cono de sus faros.
Las paredes se cerraron ligeramente y el túnel los guió hacia abajo, más adentro de la montaña de lo que ninguno de los dos había planeado ir. Y lo que habían oído antes -el susurro, el ruido sordo, el gemido- se sintió de repente mucho más cerca de lo que debería haber estado. El túnel se alargó más de lo que ninguno de los dos esperaba.

A medida que se adentraban, el aire se volvía más frío, lo bastante húmedo como para que Ethan pudiera sentirlo en la piel. El goteo que había notado antes se hizo más fuerte, multiplicándose en un sonido constante que resonaba en las paredes de piedra. Al principio, le recordó a la lluvia. Luego ya no. “Eso es mucha agua”, dijo Nora, ladeando la cabeza mientras caminaban.
“¿Tú qué crees? ¿Que el que construyó esto hizo todo lo posible por instalar cañerías?” Ethan resopló suavemente, agradecido por la frivolidad. “Si aquí abajo hay una ducha que funciona, estoy oficialmente impresionado” El sonido se hizo más denso a medida que avanzaban, menos parecido a un goteo ahora y más a un torrente constante: agua moviéndose en algún lugar invisible, atrapada y redirigida a través de la montaña.

Llenaba el túnel hasta que resultaba casi reconfortante, un ruido de fondo que hacía que el lugar pareciera menos vacío. Casi. Estaban empezando a relajarse cuando ocurrió. Pisadas. No delante de ellos. Por encima de ellos. Rápidos. Inconfundiblemente humanas. Alguien corriendo con fuerza, botas golpeando la piedra en rápida sucesión. Nora gritó.
Ethan giró instintivamente, la luz se agitó en las paredes mientras el sonido tronaba sobre ellos, pasando directamente por encima de sus cabezas antes de detenerse bruscamente. El silencio se abatió tras él, más pesado que antes. “¿Qué demonios ha sido eso?” Susurró Ethan. Nora respiraba entrecortadamente. Se agarró a su brazo, clavándole los dedos. “Alguien corría”, dijo.

“Justo encima de nosotros” Ambos miraron hacia arriba. Fue entonces cuando Ethan lo vio: una silueta cuadrada en el techo, apenas visible hasta que la luz le daba en el ángulo adecuado. Los bordes eran demasiado limpios, demasiado deliberados para ser naturales. Había una trampilla de madera a ras de la piedra, oscurecida por el paso del tiempo. “Una trampilla”, dijo. Nora negó inmediatamente con la cabeza. “No. No, no vamos a hacer eso”
Ethan mantuvo su luz fija en ella. “De ahí venían los pasos” “Exactamente”, dijo ella. “Lo que significa que hay alguien ahí arriba” Se quedaron allí de pie, con el sonido del agua corriendo llenando el espacio entre ellos. La idea de que alguien se moviera libremente por encima de ellos mientras ellos permanecían atrapados en el túnel erizó la piel de Ethan.

“Si están heridos”, dijo con cuidado, “ésa podría ser la única forma de llegar hasta ellos” Nora tragó saliva, sin apartar los ojos de la escotilla. “¿Y si no lo están?” Ethan no respondió de inmediato. Finalmente, exhaló lentamente. “No tenemos que subir. Pero si no lo hacemos… daremos la vuelta sin saber quién está aquí. O por qué”
Nora cerró los ojos un segundo, tranquilizándose. Cuando volvió a abrirlos, su voz era tensa pero firme. “Tú primero” Arrastraron la mesita de la habitación anterior hasta colocarla debajo de la escotilla. Raspó con fuerza contra la piedra y el sonido resonó mucho más de lo debido.

Ethan se subió a ella, estirándose hacia arriba. Sus dedos rozaron el borde de la escotilla y luego encontraron una manilla empotrada. Dudó. Por encima de ellos, nada se movía. Tiró. La trampilla crujió lentamente, liberando una ráfaga de aire frío desde arriba y sumiendo el túnel en un silencio más profundo e inquietante.
Ethan miró a Nora. “¿Sigues conmigo? Ella asintió, aunque su agarre a la mesa delataba su miedo. “No me dejes”, dijo. “No lo haré”, prometió él, y luego se elevó hacia la oscuridad. Ethan atravesó la escotilla y apoyó los antebrazos en la fría piedra. Se giró inmediatamente y volvió a bajar. Esta vez Nora no dudó.

Subió deprisa, el miedo le prestaba velocidad, y Ethan la agarró por las muñecas y tiró de ella hasta que cayó a su lado, sin aliento. Estaban en un pasadizo estrecho, apenas más que un corredor excavado en la montaña. El techo tenía una pendiente irregular y las paredes brillaban débilmente. La luz ondulaba sobre la piedra delante de ellos, bailando en patrones suaves y vacilantes.
Agua. Luz reflejada, en movimiento. El sonido que habían oído abajo era más fuerte aquí: ya no era un torrente lejano, sino un rugido constante que llenaba el espacio y vibraba débilmente bajo los pies. Siguieron el pasadizo que se curvaba suavemente hacia la izquierda. A cada paso, el aire se volvía más frío y húmedo. La luz reflejada se hizo más brillante, extendiéndose por la piedra como algo vivo.

Y entonces… El agudo crujido de algo cediendo resonó en el espacio, seguido al instante por el grito de un hombre. Fue un grito crudo y de pánico, que salió de él como si ya hubiera empezado a caer. Nora jadeó, agarrándose al brazo de Ethan. El grito se interrumpió bruscamente y fue sustituido por un murmullo frenético y jadeante.
“Oh-no, no, no-no-no hagas esto-” Echaron a correr. El pasadizo se abrió de repente, dejándolos en un espacio abierto, y ambos se detuvieron en seco. Habían entrado en una gran hondonada excavada en el corazón de la montaña. La luz del sol entraba por una abertura dentada en lo alto y captaba una cascada que se derramaba por la pared rocosa y caía en un estanque transparente.

La bruma flotaba en el aire, fresca y limpia. A un lado, una pequeña extensión de tierra se curvaba suavemente hacia arriba, salpicada de musgo, arbustos bajos y unos pocos árboles delgados que se aferraban improbablemente a la vida. Durante una fracción de segundo, la belleza les hizo enmudecer. Entonces la voz volvió a cortarlo. “Vale, vale, respira. Respira. No te estás cayendo. No te estás cayendo”
Siguieron el sonido hacia el borde del estanque. Un hombre colgaba allí, suspendido boca abajo, con una pierna atrapada en una gruesa liana que había sido atada en un tosco lazo. El resto de la liana se extendía hacia arriba, hacia la rama de un árbol, balanceándose ligeramente. Un trozo desgarrado colgaba inútilmente cerca de él.

Una hamaca medio deshecha se retorcía bajo él. El hombre estaba empapado, con el pelo pegado a la frente y los brazos temblando mientras intentaba alcanzar la pierna atrapada. Cada movimiento estaba marcado por el pánico. Ethan no dudó. “¡Eh!”, gritó. “No te muevas, demasiado rápido. Te tenemos”
El hombre se congeló al oírlo y giró la cabeza para mirarlos. El alivio se reflejó en su rostro, pero rápidamente le invadieron la vergüenza y el miedo. “Oh, gracias a Dios”, dijo, con la voz entrecortada. “Pensé que iba a caerme directamente al estanque” Nora se acercó, con los ojos ya escrutando la liana. “Te has enredado bastante”, dijo, manteniendo el tono tranquilo.

“Pero parece que aguanta” “Por ahora”, murmuró el hombre. “Estaba intentando ajustar el nudo. Me resbalé. Estúpido error” Ethan se agachó cerca de la base del árbol, probando la tensión de la liana. Era gruesa, fibrosa y estaba desgastada por el uso.
“¿Vives aquí?” Preguntó Ethan antes de poder contenerse. El hombre soltó una carcajada sin aliento. “Sí”, respondió. “Algo así” Colgado cabeza abajo en una cavidad oculta de la montaña, enmarcado por una cascada y la luz del sol, ahora parecía menos una amenaza y más alguien que había estado solo durante mucho tiempo.

Y de repente, la casa del acantilado tenía mucho más sentido. Ethan sostuvo la liana mientras Nora aflojaba el nudo. Tardó unos segundos, pero la tensión finalmente cedió. El hombre descendió la última distancia y aterrizó de espaldas con un gruñido de sorpresa.
“Uf”, dijo, parpadeando. Le levantaron por completo. Dio unos pasos, probando el equilibrio, luego soltó una carcajada y se quitó el polvo de las manos. “Bueno”, dijo, “podría haber acabado peor”

De cerca, Ethan percibió primero el olor: penetrante, dulce, inconfundible. Dudó y luego dijo: “¿Ha estado… bebiendo?” El hombre parpadeó y sonrió tímidamente. “Fermentando”, dijo. “Cerca de la cresta crecen uvas silvestres. Puede que haya sido un poco ambicioso con el lote”
Nora miró hacia el techo de roca, luego la enredadera enredada y la hamaca medio derrumbada. Por fin encajaban las piezas. “Oímos a alguien corriendo”, dijo. “Pasos. Pensé que te estaban atacando. O herido”

Liam exhaló un suspiro corto y avergonzado. “Sí. Era yo” Se frotó la nuca. “Me gusta saltar al estanque desde allí arriba, me despeja la cabeza. Corrí por la cornisa, me zambullí y luego intenté volver a la hamaca antes de que me venciera el equilibrio” Señaló con la cabeza la enredadera rota. “Resulta que las uvas fermentadas y los nudos no se llevan bien”
Ethan resopló a su pesar. Nora sacudió la cabeza lentamente, con la adrenalina desapareciendo de sus hombros. “Así que los gritos…” Liam le cortó: “Yo dándome cuenta de que la gravedad estaba a punto de ganar” Una leve sonrisa se dibujó en su boca. “Aunque el miedo hace maravillas para la sobriedad”

Entonces intercambiaron sus nombres: Ethan y Nora, y finalmente él. “Liam”, dijo, estrechándoles la mano como si se tratara de una presentación normal y corriente. Una vez que la adrenalina se calmó, Ethan señaló hacia el acantilado. “Esa casa construida en la roca, ¿la hiciste tú?
Liam negó con la cabeza. “No. Esa cosa estaba aquí mucho antes que yo. Yo sólo… me mudé” Nora frunció el ceño. “Entonces, ¿qué es? Liam se encogió de hombros. “¿La mejor suposición? Un viejo mirador de guardabosques. Quizá de hace décadas. Del tipo que no estaba destinado a durar para siempre”

Señaló hacia el túnel. “Encontré un cuaderno de bitácora metido en un estante detrás de la puerta. Nombres, fechas, notas meteorológicas. Nada reciente. Parece como si la montaña se lo hubiera tragado por detrás”, dijo, rascándose la cabeza. “Y tú te quedaste”, dijo Ethan. Liam asintió. “Al principio porque no tenía elección. Después porque quise”
La cascada rugía suavemente detrás de ellos, la niebla se deslizaba a través de la luz. Por primera vez desde que habían abierto la puerta, el lugar no parecía amenazador. Una vez que la adrenalina disminuyó, las preguntas no se hicieron esperar. “¿Cómo has llegado hasta aquí? Preguntó Nora al cabo de un momento. “Y, lo que es más importante, ¿cómo volvemos a bajar?

Liam miró alrededor de la depresión, como si estuviera evaluando el lugar antes de responder. “Vine aquí con amigos”, dijo. “Escalada libre. Un viaje de fin de semana. Creíamos que conocíamos la pared” Sonrió débilmente. “No la conocíamos”
Explicó cómo el tiempo se había vuelto rápido, cómo la roca cambió a mitad de camino. Sus amigos habían conseguido cruzarla. Él no. Cuando se dieron cuenta de que estaba atrapado, el único refugio a su alcance había sido la extraña casa construida en el acantilado.

“Pidieron ayuda”, continuó. “Vinieron equipos de búsqueda. Bajaron para examinarme. Pero para entonces…” Vaciló y se encogió de hombros. “Ya había encontrado una salida” Ethan frunció el ceño. “¿Salir? Liam asintió. “Hay un hueco más atrás.
Es estrecho, fácil de pasar por alto. Si te cuelas, te deja en otra cara. Lo utilicé antes de que me rescataran” Hizo una pausa. “Aún así insistieron en comprobar si tenía heridas. Querían llevarme a casa” “Pero no fuiste”, dijo Nora.

“No”, respondió Liam en voz baja. “Había pasado años en la ciudad antes de eso. Ruido, multitudes, trabajos que nunca me parecieron importantes. Aquí arriba, todo iba más despacio. La comida era algo que encontraba. El agua era algo que buscaba. Los días volvían a tener forma” Señaló los árboles cercanos al estanque.
“Cuando llegó la ayuda, ya lo había decidido. Les dije que quería quedarme. Les pedí que no marcaran el lugar. Pensaron que bromeaba. No bromeaba” Se hizo el silencio entre ellos, sólo la cascada lo llenaba. “La vida en la ciudad nunca me ha sentado bien”, añadió Liam, más suave ahora. “Aquí fuera, sí” Se levantó y les indicó que le siguieran. “Vamos. Os enseñaré el camino de vuelta”

El pasadizo oculto era exactamente como él lo había descrito: estrecho, sin señalizar, fácil de pasar por alto. Se curvaba hacia arriba a través de la piedra, abriéndose finalmente en la pared del acantilado por encima de su ruta original. La montaña, una vez más, parecía normal. Antes de separarse, Nora miró hacia la oscura grieta en la roca. “¿Seguro que no quieres ayuda?”, preguntó.
“¿Suministros? ¿Alguien que te vigile? Liam sonrió, cansado pero sincero. “Te lo agradezco. Te lo agradezco. Pero me gusta así” Luego, después de un tiempo, “Si no hubiera sido por vosotros dos que aparecisteis hoy, podría haber estado atrapado boca abajo mucho más tiempo” Ethan asintió. “No se lo diremos a nadie”

“Os lo agradecería”, dijo Liam. Descendieron con cuidado, dejando atrás el hueco oculto. Cuando llegaron al suelo, el acantilado había vuelto a ser sólo piedra y viento. Pero el conocimiento permaneció con ellos.
Que en algún lugar dentro de la montaña se estaba viviendo una vida en silencio, por elección propia. Algunos lugares, se dieron cuenta, no estaban destinados a ser encontrados. Y algunas historias era mejor dejarlas exactamente donde estaban.
