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La lluvia martilleaba el bosque mientras Elise avanzaba a trompicones por el barranco, con el haz de su linterna tembloroso. Entonces lo vio: dos pares de huellas impresas en el barro: una pequeña, zigzagueante por el pánico, la otra ancha, firme. Estaban una al lado de la otra. Se le hizo un nudo en la garganta. Eran Sombra y el niño.

El grito llegó de repente, delgado y asustado: Theo. A Elise casi se le parte el corazón. Se deslizó por el terraplén, con el barro desgarrándole las palmas de las manos. Y allí estaba él: el chico acurrucado en un saliente, con los tobillos torcidos y el agua subiendo. Sombra montaba guardia ante él, negra como la noche misma.

Durante un instante, Elise se quedó paralizada, entre el asombro y el terror. Los ojos dorados de la pantera se clavaron en ella, ilegibles, con la cola agitándose por la tensión. Theo gemía suavemente a su espalda, aferrándose a una bufanda desgarrada. La tormenta arreciaba a su alrededor, pero la verdadera tormenta estaba aquí: entre el instinto maternal, la lealtad salvaje y el miedo humano.

Hacía aproximadamente un año, la noche había sido inquieta, llena de ruidos extraños que atravesaban el bosque detrás de su pequeña casa de campo. Elise se despertó con un llanto grave y agudo, casi como el de un bebé. En contra de su buen juicio, se puso un abrigo y siguió el sonido por el camino embarrado hacia el linde del bosque.

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Bajo las ramas esqueléticas, una forma temblaba cerca de un montón de hojas. Diminuta, resbaladiza por la lluvia, volvió a maullar. Elise se agachó y apartó los escombros para descubrir un gatito negro, no más grande que la palma de su mano, que temblaba violentamente. Algo en sus ojos -fieros y brillantes- la hizo dudar antes de cogerlo.

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Lo acurrucó contra su pecho. Su cuerpo estaba más caliente de lo esperado y sus músculos se movían con una fuerza inusitada. Los ojos captaron la luz de la luna y brillaron como piedras pulidas. “Pobrecito”, susurró. Una punzada de inquietud recorrió sus brazos, pero la compasión pudo más que la cautela. Lo llevó a casa.

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Dentro, forró una caja con toallas y colocó al gatito. El gatito flexionó las patas, un poco grandes para su tamaño, con sus pequeñas garras enganchadas en la tela. Le ofreció leche caliente en un plato y vio cómo el gatito la lamía con sorprendente vigor. El hambre parecía no tener fin y Elise se sintió extrañamente fascinada.

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Por la mañana, la criatura se había adueñado de la cocina. Elise llamó al animal “Sombra”, y el nombre parecía encajar, como si siempre hubiera estado esperando. El gatito la seguía de habitación en habitación, con los ojos brillando en los rincones y la cola agitándose con una confianza muy superior a su tamaño.

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Más tarde, mientras barría el porche, se fijó en unas huellas diminutas en el barro. Parecían más anchas y pesadas que las de un gatito normal. Se agachó, inquieta, y las apartó antes de que nadie pudiera verlas. Para sí misma, susurró: “Todos los gatitos crecen de forma diferente” Sin embargo, las palabras le parecieron poco convincentes.

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Aquella tarde, Sombra se abalanzó torpemente sobre una polilla y la atrapó con notable precisión. Elise se rió nerviosamente y se quedó helada cuando el gatito emitió un gruñido gutural sobre el insecto que se debatía. El sonido le hizo vibrar los huesos. Cogió al gatito en brazos y lo acarició hasta que el ruido cesó. Aun así, se le erizó la piel.

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Comprobaba puertas y ventanas con más frecuencia, como si guardara un secreto. Cuando Sombra se acurrucaba contra ella por la noche, el rumor de su ronroneo era reconfortante pero potente, casi como un trueno lejano. Elise susurró: “Ahora estás a salvo”, aunque algún instinto le susurró: a salvo por ahora, pero ¿por cuánto tiempo?

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Pasaron los días y el vínculo se estrechó. El corazón de Elise se hinchaba con cada torpe salto, con cada suave beso. Sin embargo, la inquietud invadía cada momento de ternura. Sus ojos parecían demasiado cómplices, sus patas demasiado grandes, su hambre demasiado fuerte. Algo dentro de ella comprendió que había invitado a su casa a algo más que un gatito.

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Sombra se adaptó rápidamente, reclamando rincones de la casa como si fueran tronos. Elise observó al gatito explorar estanterías y armarios, sin miedo a las alturas. A veces juraba que entendía sus palabras, que se detenía y parpadeaba ante las preguntas como si considerara las respuestas. Los gatos corrientes no se comportaban así, pero Sombra no era corriente.

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Compró biberones y leche de fórmula, temerosa de que la leche de vaca no fuera suficiente. La hora de comer se convirtió en un ritual. Sombra apretaba las mandíbulas y bebía con desesperada ferocidad. Cuando estaba lleno, apoyaba la cabeza en el pliegue del codo de Elise, que le hacía vibrar el brazo con un ruido sordo. Elise le susurraba canciones de cuna, y el afecto suavizaba su malestar.

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A las tres semanas, Sombra había duplicado su tamaño. Sus patas se extendían cómicamente sobre las mantas y sus garras brillaban más que alfileres. Elise eligió camisas y camisetas de manga larga para ocultar los arañazos de los repentinos manotazos juguetones. Sus amigos se burlaban de ella por convertirse en “madre gato” Ella les seguía la corriente riéndose, pero nunca les enseñaba el animal.

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La casita se llenó de olor a carne cruda cuando Elise se dio cuenta de que Sombra ignoraba las croquetas. Los trozos de pollo desaparecían al instante, los huesos se resquebrajaban por unas mandíbulas demasiado poderosas para un gatito. Por la noche, oía pasos inquietos, pisadas pesadas alrededor de su dormitorio. El hambre de Sombra parecía ilimitada, insaciable, una necesidad que ningún hogar podía satisfacer.

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Una tarde, el perro de un vecino ladró en el porche de Elise. Sombra se agachó, con las orejas gachas, y emitió un gruñido más profundo de lo que Elise creía posible. El perro gimoteó y se retiró. Su vecina se rió: “Gatito peleón” Elise forzó una sonrisa, pero se le oprimió el pecho. Sabía que Sombra era más un depredador que una mascota.

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Los ojos eran lo que más la inquietaba. Dorados, sin pestañear, seguían los movimientos con una atención inquietante. A veces, a altas horas de la noche, se despertaba y los encontraba brillando a los pies de su cama, como linternas gemelas. Reconfortantes en un momento e inquietantes al siguiente, le recordaban que había acogido algo salvaje en su casa.

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Elise no podía soltarlo. No era sólo que pareciera ordenado que cuidara de Sombra. Se sentía elegida, como si el destino hubiera traído a Sombra a su vida. Había perdido a sus padres hacía un año y, como vivía sola, el gatito llenaba un vacío que había dejado de reconocer. Fuera lo que fuese Sombra, no podía imaginar las mañanas sin ella.

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Una amiga la visitó y comentó los leves arañazos que tenía en la mano. Elise se rió: “Torpe con las tijeras de podar” Pero cuando la amiga se acercó, Sombra siseó, erizando el pelaje. El sonido las sobresaltó a las dos. Elise apartó al gatito, fingiendo calma, aunque por dentro se le aceleró el pulso. El secreto se hizo más pesado.

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Los vecinos empezaron a susurrar que faltaban pájaros y conejos. Elise evitó sus miradas, rezando para que nadie adivinara que el “gato” que vagaba por su patio trasero era el responsable. Limpiaba las patas de Sombra con más frecuencia, observando leves rastros de sangre. Cuando le preguntaban si había notado algo raro, negaba con la cabeza, con el corazón latiéndole con fuerza cada vez que mentía.

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Una tarde, Sombra saltó a su regazo, acurrucándose con sorprendente peso. Elise acarició su liso pelaje, dividida entre el orgullo y el miedo. Susurró: “Ahora eres mi familia” Las palabras eran ciertas, pero tenían un matiz más oscuro. Había atado su corazón a una criatura a la que apenas comprendía.

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A mediados de verano, Sombra ya no era un gatito. Su esbelto cuerpo se extendía por la alfombra de Elise, con las patas extendidas como guantes y la cola azotando con energía inquieta. Los visitantes seguían creyendo que era un “gato rescatado”, pero Elise sabía que había algo más. Cerró las cortinas, ocultando la creciente silueta a los ojos curiosos.

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Aparecieron arañazos en los muebles, surcos profundos tallados por garras inquietas. Elise intentó regañar con suavidad, pero Sombra sólo parpadeó con regia indiferencia. A veces, en el juego, un manotazo tiraba tazas de las mesas o le magullaba el brazo. Elise se reía, aunque se frotaba la piel dolorida. El miedo y la devoción se enredaban en su pecho.

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Fuera, los susurros eran cada vez más fuertes. Las gallinas desaparecieron del gallinero de un vecino y las plumas se esparcieron como confeti. Otros afirmaban oír extraños gritos por la noche, distintos de los habituales de zorros o perros. Elise cerró las ventanas. Sabía que Sombra ya no podía campar a sus anchas. Tenía que tener más cuidado.

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Una noche, las fauces de Sombra se cerraron sobre un gorrión en pleno vuelo en el jardín, antes de que ella pudiera intervenir. El crujido resonó, dejando a Elise pálida. Enterró los restos y tembló cuando los ojos dorados se clavaron en ella. No era sólo hambre, era instinto, ineludible y salvaje. Elise apretó las palmas de las manos y susurró: “Sigues siendo mía. No te enviaré a un zoo”

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A menudo encontraba a Sombra mirando el bosque por la ventana, con la cola agitándose rítmicamente. Anhelaba algo que ella nunca podría darle: un horizonte, una cacería, un territorio lo bastante vasto para corresponder a su espíritu. Elise susurró: “Tú me perteneces”, pero incluso mientras hablaba dudaba de que fuera cierto.

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Un amigo, que había visto a Sombra más de una vez, mencionó la posibilidad de contratar a agentes de la fauna salvaje para que investigaran. A Elise se le cayó el estómago y forzó la sonrisa. Se apresuró a volver a casa, apretando la cara contra el cuello de Sombra. “No te entienden”, murmuró. No podía soportar la idea de enviar a Sombra a un zoo, donde estaría confinado en una estrecha jaula.

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Esa noche, incapaz de dormir, soñó con jaulas y rifles, con Sombra arrastrado mientras ella gritaba. Al despertarse con el peso firme a sus pies, Elise tocó su pelaje, susurrando promesas que no estaba segura de poder cumplir. El amor y el miedo se habían convertido en la misma cadena.

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La biblioteca se convirtió en su refugio. Elise buscó en libros polvorientos de fauna salvaje, trazando fotografías con dedos temblorosos. Una página la dejó helada: un cachorro de pantera, pelaje negro, patas anchas, ojos dorados. Sombra le devolvió la mirada. Cerró el libro rápidamente, con el pulso acelerado, susurrándose a sí misma: “No. No es posible” Pero en el fondo, lo sabía.

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De vuelta a casa, Sombra estaba tirado en el suelo de la cocina, con los músculos ondulándose a cada respiración. Elise comparó las fotos de su teléfono con la criatura viviente que tenía a sus pies. La coincidencia era innegable. Su “gatito más grande de lo normal” no era un gato doméstico. Sin embargo, mientras ronroneaba suavemente, acercándose a ella, no se atrevía a aceptarlo.

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Aquella tarde, se sentó con Sombra en el porche, mirando fijamente la arboleda. Imaginó jaulas, titulares, extraños diseccionando su vínculo. Apretó los puños. “No dejaré que te lleven”, murmuró. La pantera parpadeó lentamente, apoyándose en su hombro. La lealtad y el miedo se entrelazaban como enredaderas.

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Su teléfono zumbó: una alerta comunitaria advertía de la presencia de un depredador en la zona. Coyotes, sugirieron las autoridades. Elise cerró el mensaje rápidamente, con la garganta seca. Miró a Sombra, que la observaba atentamente, como si percibiera sus pensamientos. “No se trata de ti”, susurró. Pero sabía que no podría aferrarse a Sombra para siempre.

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Una mañana, los arañazos de su brazo se convirtieron en verdugones después de un manotazo juguetón. Se los vendó en silencio, negándose a ir al médico. ¿Cómo podía explicar las heridas provocadas por unas garras que ningún gatito debería tener? Se bajó las mangas para ocultar el peligroso secreto que albergaba.

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Sin embargo, el vínculo entre ellos se hizo más profundo. Sombra se acurrucaba a sus pies mientras ella trabajaba y la seguía con silenciosa devoción. Se decía a sí misma que era una familia, no un peligro. Sin embargo, cada crujido de las tablas del suelo, cada llamada a la puerta, se sentía como una amenaza para el frágil mundo que había construido.

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Los murmullos en el pueblo se hicieron más agudos. Alguien afirmó haber visto ojos brillantes junto al arroyo. Otros juraron haber oído un rugido por la noche. Elise se mordió el labio y abrazó a Sombra con más fuerza. Se decía a sí misma que las historias eran exageraciones. Pero la culpa la presionaba más cada vez que cerraba la puerta tras ellos.

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Una noche, se atrevió a preguntarse en voz alta: “¿Estoy protegiendo a Sombra… o protegiéndome a mí misma de perderlo?” El silencio que siguió le pareció una respuesta. Miró a la pantera a los ojos y no vio a un gatito ni a una mascota, sino a algo salvaje, antiguo e indomable que le devolvía la mirada.

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Aun así, Elise se aferró a la esperanza de que el amor fuera más fuerte que el instinto. Cocinó pollo, tendió mantas y susurró cuentos para dormir. Sombra ronroneaba, acurrucándose a su lado. Sin embargo, la inquietud persistía en sus huesos. Sabía que llegaría el día en que ocultarlo ya no sería posible, por mucho que lo intentara.

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En otoño, Sombra llenaba el pasillo y sus hombros rozaban los marcos de las puertas. Elise compró cerraduras más fuertes y reforzó el cobertizo donde ahora lo tenía. Por la noche, merodeaba inquieto, caminando en círculos. Sus músculos se habían quedado pequeños en la cabaña, al igual que el secreto que acuciaba la conciencia de Elise.

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Un vecino vio marcas de garras en un poste de la valla. “Gatos grandes”, murmuró nervioso. Elise forzó una carcajada, alegando mapaches. En su interior, el corazón se le aceleró. Sombra se estiró sobre la alfombra, con los ojos semicerrados, pero cada centímetro de él irradiaba peligro. Susurró promesas, insegura de a quién intentaba convencer.

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En el pueblo corrían rumores. Los escolares susurraban que habían oído a un monstruo en el bosque. Los cazadores juraban haber oído un grito, grave e inquietante. Elise mantenía las cortinas cerradas y el teléfono silenciado. Aun así, todas las conversaciones que oía, todas las miradas, parecían dirigidas a ella. Descubrió que los secretos hacían el mundo insoportablemente pequeño.

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Sombra se impacientaba. Por la noche, arañaba la puerta del cobertizo y gruñía cuando Elise intentaba calmarlo. Se sentaba fuera con una linterna y le susurraba canciones de cuna que cantaba cuando era pequeño. A veces funcionaba. Otras veces, él golpeaba las paredes con tanta fuerza que ella temía que lo oyeran los vecinos.

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Una noche, Elise olvidó cerrar el último cerrojo. Se desató una tormenta y retumbaron los truenos. Por la mañana, el cobertizo estaba abierto. Las huellas de barro se adentraban en el bosque. El pecho de Elise se hundió. Llamó frenéticamente, susurrando el nombre de Sombra, aterrorizada de que alguien pudiera seguir el rastro antes que ella.

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Las sirenas perforaron el amanecer. Los coches de policía peinaban las afueras, con las luces parpadeando entre los árboles. Elise corrió hacia delante, con el corazón palpitante, desesperada por llegar primero a Sombra. Cuando lo encontró, estaba agachado sobre un ciervo caído, con el hocico rojo. Levantó la cabeza, sus ojos se ablandaron sólo cuando la vio, moviendo la cola nerviosamente.

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Ella se arrodilló, susurrando su nombre. Sombra se acercó, rozó su hombro y manchó de sangre su pelaje. Detrás de ella se oyeron gritos. Elise le limpió el pelaje con manos temblorosas, intentando borrar la evidencia. “Silencio”, suplicó. Sombra obedeció, hundiéndose en las sombras mientras los pasos se acercaban.

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El haz de una linterna rozó el claro. Elise se paró, bloqueando la vista, insistiendo en que había estado paseando. El agente frunció el ceño al ver su ropa manchada de barro. “Quédate dentro esta noche”, le advirtió. Elise asintió rápidamente, protegiendo con el cuerpo la maleza donde Sombra se agazapaba, invisible. La mentira le quemaba, pero su lealtad se mantenía más firme que la razón.

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De vuelta en casa, Sombra se paseaba por la cabaña, agitado como la estática. Elise cerró las puertas con las manos temblorosas. Susurró: “No pueden saberlo, nunca” Sombra apoyó su enorme cabeza en su regazo, como si percibiera su desesperación. El peso la reconfortó, pero era más pesado que las cadenas.

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Aquella noche se quedó despierta, mirando el cobertizo exterior donde Sombra permanecía encerrado la mayoría de los días. Podía ver vagamente el perfil de la pantera, salvaje y majestuoso, a través de una ventana. Elise se dio cuenta de lo que había construido: una jaula de amor a punto de derrumbarse. Tembló, sabiendo que pronto tendría que elegir lo que no podía soportar.

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Días después, llamó a la puerta un agente de protección de la naturaleza. Su portapapeles rebosaba de informes: mascotas desaparecidas, huellas extrañas. Elise mantuvo la puerta semicerrada, insistiendo en que no había visto nada raro. Sombra estaba agazapada en el piso de arriba, silenciosa pero enroscada. Cuando el agente se marchó, Elise apoyó la espalda contra la puerta, con las palmas de las manos manchadas de sudor. Las paredes se cerraban.

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Aquella noche, Elise notó que Sombra se movía con más frenesí. Sus ojos dorados se desviaban hacia el bosque y sus orejas se agitaban con cada sonido. Se dio cuenta de que la cabaña ya no podía contenerlo. Necesitaba espacio, un mundo más allá de sus frágiles vallas. Sin embargo, dejarle marchar significaba renunciar al vínculo que no podía imaginar perder.

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Durante una noche de tormenta, se fue la luz. Elise encendió las velas, cuyas llamas temblaban con la corriente. La puerta sonó de repente, como si la presionaran desde fuera. Antes de que se moviera, Sombra saltó, con los músculos tensos y los labios curvados para mostrar unos dientes afilados. Se oyó un relámpago y Elise vislumbró una figura sombría que huía entre los árboles.

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Con el corazón martilleándole, Elise se dio cuenta de que el intruso podría haber entrado si Sombra no hubiera intervenido. Después se sentó en el suelo, abrazada al pelaje húmedo del animal, dividida entre la gratitud y el miedo. Sombra le acarició la mejilla, casi con ternura, pero el gruñido seguía resonando en sus oídos. Protector o depredador, ya no lo sabía.

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Por la mañana, los coches de policía patrullaban las carreteras cercanas, los agentes llamaban a las puertas preguntando por intentos de robo. Elise no dijo nada. Mantuvo a Sombra escondida en el dormitorio, acariciando su sedoso pelaje y dándole las gracias en silencio. Sin embargo, una oscura pregunta la corroía: si Sombra podía detener a los hombres, ¿de qué otra cosa era capaz?

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Se corrió la voz rápidamente: alguien juraba que merodeaba un “monstruo”. Los rumores se multiplicaron, alimentados por el miedo. Elise sonrió débilmente a los vecinos, pero la inquietud se extendió como un reguero de pólvora. Algunos hablaban de organizar cacerías, otros exigían trampas. Elise se dio cuenta de que su mayor temor no era el peligro que corría Sombra, sino que el mundo lo descubriera y se lo llevara.

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Por la noche, el bosque bullía de grupos de búsqueda, con linternas que atravesaban la oscuridad. Elise observaba desde su ventana cómo los haces se entrecruzaban entre los árboles. Sombra permanecía cerca de ella, inquieta pero obediente. Le susurró: “Quédate conmigo, quédate”, aunque cada palabra parecía más una súplica que una orden.

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Llegó un agente y dejó folletos sobre cómo informar de avistamientos de animales salvajes. Elise fingió ignorancia y los metió en el fuego. Sombra se acercó y le rozó la mano con la cola. El calor la tranquilizó, pero la culpa la corroía. Estaba engañando a todos los que la rodeaban. La carga se hacía más pesada cada día.

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Una mañana, Elise se despertó y vio marcas de garras en las paredes del cobertizo. La frustración de Sombra las había tallado durante la noche. Trazó los surcos con dedos temblorosos, dándose cuenta de que el amor no podía borrar el instinto. Él necesitaba espacio. Sin embargo, le dolía el pecho de pensar en liberarlo. Entregarlo a las autoridades era impensable.

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A estas alturas, las reuniones del pueblo rebosaban ira. Los padres no dejaban salir a sus hijos. Los granjeros exigían respuestas. Elise se sentó en silencio en la última fila, con las manos cruzadas, fingiendo compartir su miedo. Por dentro, su corazón latía con fuerza. Sabía que buscaban su secreto y que, tarde o temprano, sus antorchas darían con su puerta.

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Aquella noche, un perro callejero la acorraló fuera de la casa. Los dientes relampaguearon, los gruñidos reverberaron. Elise retrocedió a trompicones. Una sombra surgió de entre las sombras, asustó al perro y lo hizo volar por los aires. Elise se agarró el pecho, jadeando. Sombra estaba sobre ella, con ojos fieros, como si desafiara al mundo a desafiarle de nuevo.

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Ella cayó de rodillas, enterrando la cara en su pelaje. Las lágrimas brotaron calientes y repentinas. Sombra había vuelto a salvarla. Sin embargo, el miedo se apoderó de cada latido de su corazón: ¿qué pasaría la próxima vez? ¿Y la siguiente? El amor la encadenaba a él, pero el miedo susurraba que la cadena podría estrangularlos a ambos.

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Elise sabía que el tiempo que pasara con él no duraría mucho. Cada acto de protección no hacía sino agudizar las sospechas. Su mundo se encogía, una mecha ardiendo hacia el desastre. No podía seguir ignorando lo inevitable. Apenas podía contener su necesidad de libertad. Si no lo atrapaban, la gente lo mataría. Se estremeció al pensarlo.

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Esa noche, el pueblo convocó una reunión de emergencia. La gente de los alrededores ya no podía ignorar los gruñidos y los suaves rugidos. Los agentes de protección de la naturaleza prometieron actuar. Elise permaneció en silencio entre la multitud, con el corazón palpitante. Cuando la palabra “pantera” salía de los labios de alguien, se le cortaba la respiración. El secreto se había convertido en un temor común.

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Al amanecer, descubrió el cobertizo vacío. La sombra había huido por fin. El pánico le atenazó la garganta. Huellas de barro se adentraban en el bosque, anchas como la palma de su mano. Agarró un abrigo y susurró su nombre al aire. Desde atrás, la voz de un vecino la desconcentró: “¿Has visto a Theo? Ha desaparecido” Elise se quedó paralizada.

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La búsqueda no se hizo esperar. Los voluntarios se dispersaron por el bosque y los agentes con rifles se movieron en filas apretadas. Elise se quedó atrás, forzando la calma mientras su corazón se convulsionaba. Había desaparecido un niño. Con Sombra desaparecida, no podía ser una coincidencia. Imaginó huellas de patas junto a otras más pequeñas, imaginó susurros que se convertían en acusaciones que no podía refutar.

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La lluvia mojaba la maleza y confundía los senderos. Aun así, pudo vislumbrar huellas hundidas en la arcilla, mucho más grandes que las de un perro. Elise se agachó y trazó los bordes con dedos temblorosos. La dirección la heló: hacia el barranco. Se tragó el pánico y susurró: “Por favor, él no. Por favor, Sombra, esto no”

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Las voces resonaron detrás de ella, gritos y silbidos que atravesaban la tormenta. Elise avanzó sola, decidida a alcanzarlos primero. El bosque la rodeaba y las ramas le arañaban la cara. Recordaba a Sombra cuando era un cachorro que maullaba, con sus pequeñas patas aferradas a su manga. Ahora cada recuerdo se retorcía de miedo por lo que había llegado a ser.

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Una bufanda azul enganchada en una zarza la detuvo en seco: ramilletes cosidos a lo largo de la tela, los favoritos de Theo. Cerca de ella, las huellas de sus patas rodeaban y se apretujaban junto a otras más pequeñas. A Elise se le aceleró la respiración. Los patrones no eran violentos, no perseguían, sino que acompañaban. Sin embargo, ¿quién lo creería? Para otros, sería un grito de depredador y presa.

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Un trueno estalló en lo alto y la lluvia arreció con más fuerza. Elise se tambaleó por el borde del barranco, con el barro chupándole las botas. Entonces lo oyó: una tos grave, no una amenaza, sino una presencia. La sombra. En algún lugar cercano, invisible, su sonido reverberó en el aire húmedo como un anuncio. El pecho se le apretó con alivio y terror a partes iguales.

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Se arrastró ladera abajo, casi resbalando. En la base, el agua caía sobre la piedra. Una pequeña figura estaba acurrucada en un saliente: estéo, atrapado, con el tobillo atascado entre las rocas. Sombra estaba cerca, inmensa y quieta, con la cola azotando. Los ojos dorados se clavaron en Elise, ilegibles. ¿Protector, guardián… o captor? Ella no lo sabía.

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Las sirenas ululaban débilmente por encima de ella. Las luces rojas parpadeaban entre los árboles. El teléfono de Elise zumbó débilmente, casi sin batería. Una voz le dijo: “Comparte tu ubicación, ahora” Mintió, susurrando que lo haría, pero apagó la pantalla. No podía dejar que los rifles decidieran el destino de Sombra. Tenía que llegar a ellos antes que los demás.

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La lluvia rugió más fuerte cuando Elise se acercó. “Theo”, susurró, con las manos temblorosas. El niño gimió, aferrándose a su bufanda. Sombra se movió, con los músculos enroscados como alambres. Cualquier movimiento en falso podría romperlo todo. Elise levantó las palmas lentamente, con voz temblorosa: “Tranquilo, Sombra. Tranquilo” Detrás de ella, las botas se acercaban, los rifles tintineaban en su sitio.

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Theo volvió a gemir, su pequeño cuerpo temblaba. Elise avanzaba por la resbaladiza cornisa, arriesgando cada paso. La mirada de Sombra la seguía, sin parpadear, con un fuego dorado que se reflejaba en la lluvia. “Soy yo”, susurró con voz firme. Las orejas de la pantera se agitaron al reconocer su voz. Los ojos del chico se abrieron de par en par, divididos entre el miedo y la esperanza.

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El haz de una linterna se clavó en el barranco, con puntos rojos temblando sobre las rocas. Las voces gritaron: “¡Objetivo a la vista!” A Elise se le revolvió el estómago. Levantó los brazos, protegiendo a Sombra y a Theo. “¡No disparéis!”, gritó, con las palabras destrozadas por la tormenta. Los fusiles repiquetearon y la indecisión se extendió por la fila de hombres que se acercaban.

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Sombra gruñó por lo bajo, con los músculos agitados por la tensión de la tormenta. Elise tanteó con su chaqueta y la arrojó río arriba. Se enganchó en una roca, atrayendo los ojos de la pantera. En lugar de perseguirla, Sombra empujó la tela hacia Theo, cubriendo los hombros del muchacho con sorprendente suavidad. Los hombres de arriba lanzaron un grito ahogado.

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“Quédate”, exhaló Elise, con voz temblorosa. Se agachó y abrió el cuchillo para serrar los cordones empapados de Theo. La corriente aumentó, amenazando con arrastrarlos a ambos. De pronto, Sombra se abalanzó, no contra ellos, sino contra el chico, apoyando su cuerpo contra una roca, protegiéndolo hasta que la ola retrocedió. A Elise le retumbó el corazón.

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Theo se agarró al brazo de Elise cuando el cordón se rompió. Ella tiró de él y lo sujetó con fuerza. Sombra retrocedió, con la cola agitada y los ojos brillantes de decisión. Los rifles se movieron inquietos, con las miras apuntando. Elise se volvió hacia arriba, gritando de nuevo: “¡Ni un disparo! Le ha salvado. Nos ha salvado a los dos”

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Durante un latido suspendido, nadie se movió. La tormenta ahogaba el silencio, puntuado únicamente por los sollozos de Theo. Sombra bajó la cabeza y emitió un suave graznido, un sonido que Elise conocía de sus días de biberón. Era una despedida disfrazada de reconocimiento. Luego se volvió, fundiéndose en la cortina de árboles, desapareciendo en la oscuridad.

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Las botas bajaron por la ladera y los oficiales tiraron de Theo para ponerlo a salvo. Elise se tambaleaba detrás, empapada, temblando, aferrándose al aire vacío donde había estado Sombra. Las preguntas llovían con tanta fuerza como la tormenta: ¿qué había visto, cuánto tiempo hacía que lo sabía? No respondió nada, y sólo se aferró a la mano del muchacho como prueba.

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La llevaron de vuelta a la ciudad, con los focos iluminando la noche. Sin embargo, cada paso le resultaba más pesado sin la presencia de la pantera a su lado. Recordó sus ojos, su paciencia, su poder. Él había sido más que su secreto, más que un peligro. Había sido su familia. Y ahora ya no estaba.

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En los días siguientes, los funcionarios peinaron el bosque, colocando trampas, buscando cualquier señal. No aparecieron. Elise guardó silencio, alegando ignorancia. Sin embargo, cada noche se sentaba en el porche a escuchar. Más allá de los grillos y los búhos, a veces juraba que oía una tos grave, distante, vigilante, ininterrumpida por el tiempo.

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Los murmullos del pueblo pasaron del miedo a la leyenda. Algunos hablaban de un fantasma negro que rondaba la cresta, guardián de los perdidos. Elise no dijo nada, llevando la verdad en silencio. La sombra perduró en el recuerdo, como prueba de que el amor podía desdibujar la línea que separa lo salvaje del hogar.

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Años después, Elise sigue caminando por los senderos del bosque. Sus pasos son más pausados, pero sus ojos siempre se levantan al oír el susurro de las hojas. A veces, junto a las suyas aparecen huellas en el barro, grandes, inconfundibles, que desaparecen rápidamente.

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Observa estas señales con satisfacción. No quiere buscar a Sombra, pero sonríe y susurra: “Sigo observando”, antes de que el bosque vuelva a cerrarse en silencio.

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